sábado, 16 de agosto de 2008

El Sapo Por Sutter Kaihn

— Es algo… como si pesara dentro de mi; quizás no tenga forma, quizás si. Hace un par de meses ya, que no puedo describir bien que siento. Es algo más de lo normal… antes no era así. Hasta se podría decir, que el odio se esta a apoderando lentamente de mí. Es como una ráfaga de sensaciones horribles, ¿alguna vez ha tenido eso dentro de usted? A veces mi cabeza no esta en su lugar. Ayer cuando me miré al espejo… no estaba.
Tenía otra cosa allí, no parecía ser un ser vivo. Simplemente estaba allí y lo único que pude hacer fue gritar y gritar.
Esa ráfaga, tiende a veces por aparecer en lugares inoportunos. Hoy por ejemplo cuando fui al supermercado, mientras estaba hablando con la chica de la caja, vi que sus ojos chorrearon un líquido marrón oscuro. Entonces sentí eso de nuevo; duele y mucho. Como describirlo. Es como si te metieran una aguja al rojo en la nuca. Más de una vez me desmayé, pero no en esta ocasión.
Fue ahí cuando LO VI. Era verrugoso y negro, con una enorme boca llena de colmillos y los ojos grandes como los de un pez enorme. Y ese chillido, me puso la piel de gallina. Dio un salto y… Dios. Nunca vi algo tan espantoso, algo tan… disculpe. Me siento un poco mal, necesito dormir otra vez. No más entrevistas por hoy; tengo miedo de que vuelvan. — dijo el anciano.
— ¿A que vuelvan?, ¿cómo es eso? — preguntó el detective. — Bueno, no siempre. Cuando duermo siento que se pasean por la casa. No sé cuantos son en realidad. — El detective se acomodó en su silla, mientras le hacía señas al oficial que lo acompañaba, invitándolo a retirarse.
— Cuénteme más sobre eso.
— Como empezar… creo que son sus crías. Muy horrendas por cierto; claro que usted estará pensando “este tipo está totalmente chiflado” Para que me voy a gastar en explicarle, si van a pensar que fui yo. — contestó el viejo, secándose el sudor sumamente angustiado. — Además no hubo ningún testigo que lo haya visto.
— ¿Usted dice de esa cosa? — Preguntó el detective.
— Si, EL SAPO.
— ¿Me espera un momento?, tengo que hacer un llamado. — El detective sacó un celular y se dirigió fuera de la oficina, sin quitarle la mirada al anciano que temblaba sin parar. Después de unos minutos, entró nuevamente sentándose en la silla giratoria.
— Bueno, sigo contando. Me viene siguiendo desde hace tiempo, cuando yo tenía unos cuarenta y cinco años, había realizado un viaje a Corrientes. Fue una invitación a pescar por parte de un amigo; es un vecino que tiene un taller mecánico frente a mi tienda de zapatos.
Desde hace tiempo tenía muchas ganas de ir a pescar allá pero nunca tuve la oportunidad y esa vez se dio. — contó el viejito. — Pero dígame, ¿por qué no me cuenta directamente lo que pasó? En definitiva… vayamos al grano. — Interrumpió el detective.
— Hacía muchísimo calor, no recuerdo que mes, pero estaba insoportable. Llegamos como a las dos de la tarde, y nos dispusimos a pasar el rato en la casa de unos parientes que tiene ahí. Ese lugar se llama Goya, parque San Ignacio. Primero me llevaron hasta algunos arroyos, para ver si abundaban las tarariras. Como las que sacamos eran un poco chicas, nos fuimos más adentro.
El problema fue que por la zona de los bajos, hay víboras que podrían tragarse un ternero. Así que tomamos otro camino. Éramos cuatro. Mi amigo Rodrigo, yo, el Papacho que es el padre y su sobrino Lionel.
Cruzamos por una zona donde se tenía que ir con muchísima precaución; mucho no había entendido, pero me dijeron que por ahí… moraban los VORÁ.
Pregunté que era eso pero mucho no quisieron explicarme. Dijeron que eso lo harían más adelante. No sé si fue para probarme o que, simplemente se abstuvieron de decírmelo; igualmente no insistí sobre el tema y solamente me dediqué a la pesca.
Lionel había llevado una fija, para poder atrapar peces estancados o los que nadaban confiada y lentamente por los pequeños arroyos del litoral. La selva Correntina está plagada de sorpresas, pero lo más escalofriante, fue cuando mi estúpida reincidencia de citadino dio muerte a un enorme sapo del tamaño de una pelota de fútbol.
No quise llevarlo conmigo, me daba asco. Yo siempre pensé que esos animales tan repugnantes, directamente no merecen vivir. Desde chico siempre me dieron pavor, no se porqué motivo. Pero siento un desmesurado rechazo hacia esos bichos infernales.
Desde la época medieval hasta los mediados del siglo dieciocho, se pensaba que los sapos eran transmutables con la brujería. En los aquelarres y demás reuniones, siempre había sapos, gatos negros y lechuzas.
En fin, después de asestarle un machetazo, lo aparté de una patada. Papacho me miró con mala cara, hasta que Rodrigo me murmuró: “Sos un estúpido, no tendrías que haberlo hecho”, — ¿por qué? — pregunté yo. “El Vorá…” contestó.
No dije nada, quedé pensativo mirando el sapo que se retorcía todo ensangrentado. Me dio arcadas, no quise mirarlo más. No podía, pero el sobrino de Papacho… hizo algo que yo no esperaba.
En realidad, no es tan sorprendente ver las actitudes de un jovencito que vive en el litoral. Se que son gente buena e inocente; este chico sacó una palita de supervivencia que yo tenía en mi bolso y cavó un pozo.
— No podemos dejarlo así, pobre bicho ¿Tengo razón abuelo? — dijo mientras hacía un pozo, que le calculé unos ochenta centímetros o un metro quizás.
Papacho, me cruzó una mirada que parecía despertar un cierto temor. Sin embargo, no vaciló en decir que teníamos que parar en aquel lugar, para poder acampar y quedarnos hasta el otro día.
Había caído la noche. Mientras que yo pude preparar una buena fogata, miré hacia el horizonte del lado del río. Es tan precioso… tan imponente.
El calor había bajado un poco por suerte; lo que más me molestaban eran los insectos. Se pusieron insoportables, así que me apliqué repelente. Igualmente parecía que no les afectaba en nada y me picaron bastante.
Rodrigo se me acercó mientras yo ponía un tronco grande sobre la fogata, — te lo vuelvo a repetir… No tendrías que haberlo hecho. — Sentí un escalofrío inmenso al escuchar eso. Parecía una sentencia de muerte, — ¿Tan complicado es matar un sapo cochino? — pregunté con sorna.
Me sentí enojado con aquel comentario absurdo.
— Esperemos no ocurra algo terrible — contestó él.
Parecía no pasar nada, la noche presentaba un espectáculo de sonidos varios. Insectos, pájaros nocturnos y otros animales que no sabía bien que eran. Papacho quedó mirando el fuego demasiado pensativo, mientras sorbía vino tinto de su vaso; todo tan tranquilo, pero al mismo tiempo tan lleno de vida.
La selva me hacía sentir una especie de magia, que rodeaba mi cuerpo con cada aroma de un árbol, cada sonido de animal.
El aire nocturno que venía del río, limpiaba mi cuerpo del estrés y la mala sangre, que siempre tenía que hacerme en la gran ciudad. La temperatura parecía subir por momentos, sin embargo, con el correr del viento parecía menguar.
El viento… ese aire extraño parecía jugarme bromas de algún tipo. Por momentos, escuchaba cosas que no estaban allí; era algo parecido a un grito o un rugido. Naturalmente me sobresalté. Pregunté que animal era, pero no supieron contestarme. Después dijeron que no lo habían escuchado. Sabían perfectamente, que ellos me estaban mintiendo. De alguna manera no querían decírmelo.

Frap… Frap… Frap.

Eran fuertes y precisos. ¿Pisadas tal vez? Pensaba; a lo mejor alguien que se acerca. Suelen pasar baquianos paseando por la oscuridad a esas horas de la noche, buscando carpinchos para cazar.
Frap… Frap… FRAP…

Cada vez estaba más y más cerca. Podía sentir que los demás, no querían hacer caso a ese sonido entonces no hicieron otra cosa, que meterse en la carpa sin decir nada. Cuando me di cuenta, estaba solo en la oscuridad; la fogata iluminaba mi cuerpo estremecido del espanto, por aquel sonido en la selva.

FRAP… FRAP… FRAP.

Tomé una linterna que estaba al costado de mi silla, y también el hacha corta con la que había cortado leña. Mis manos temblaban, mi respiración se dificultaba. En aquel momento pensé en el Sapo. El pobre animalito, el vomitivo anfibio que había destrozado con mi machete

FRAP… FRAP… ¡FRAP!

Entonces estaba ahí. Cayó una cosa negra y enorme delante de mí, justo cuando apunté con la linterna a unos matorrales. Estaba inflado como si fuera una balsa de caucho…y sus ojos. Eran enormes y amarillos; parecían dos farolas de una camioneta… Dios.
Nunca sentí un terror así. Estaba paralizado ante aquella cosa parecida a un SAPO. ¿Puede usted creerme? Cuando quise llamar a los demás, no podía abrir la boca. Comenzó a avanzar hacia mí con sus espantosas patas.
Parecía estar dispuesto a devorarme, así lo creí yo. Entonces cavilé nuevamente en el animal que había matado. Eso que estaba allí, intentó abrir sus fauces pero yo lo hice primero. Grité tan fuerte como pude y mi cuerpo cayó al suelo.
Los que estaban en la carpa, salieron tan rápido como pudieron con sus rostros estremecidos por mis gritos. Me encontraron en el suelo, pálido del horror. Temblando y balbuceando cosas incoherentes.
Me asistieron como pudieron, me dieron vino para reaccionar un poco y eso que yo no tomo. Pero creo que vacié más de un vaso aquella noche.
El Sapo había desaparecido y yo… a punto de morir de un paro cardíaco, pero ahí no termina la cosa. Después de volver a la ciudad, se tornó insoportable.
Recuerdo perfectamente cuando se cobró… cuando… No puedo, yo… necesito agua. ¿Tendría usted algo de agua por favor? — preguntó el anciano con sus manos temblorosas, mientras seguía secándose el sudor con un pañuelo.
El detective se levantó hacia la máquina expendedora de agua, y le dio un vaso de plástico.
— Tome, sírvase.
— Gracias… Es difícil lo que viene ahora. Es cuando tengo que decir, que ese animalejo del infierno se cobró su primera víctima. Era mi hija Victoria. Yo estaba… en casa esa noche. Había vuelto del trabajo.
Mi mujer se había acostado temprano; fue dos semanas después de que volví de Corrientes. Mi hija estaba despierta viendo la televisión y entré a la cocina.
Ahí fue cuando olí esa peste en el aire. Le pregunté a mi hija si se había muerto algo y se olvidaron de limpiar. O creo que mi pregunta fue: ¿Quién se murió acá?
Pensaba que ese olor provenía de afuera, entonces salí al patio para verificar si estaba en lo cierto. La noche estaba con luna llena, y el cielo resplandecía de estrellas.
Era un espectáculo increíble, pero ese momento se empañó cuando sentí un rugido gutural de ultratumba, proveniente debajo de la tierra. El suelo se movió ante mí y algo enorme salió lentamente… y esos ojos.
La misma criatura que había visto allá, estaba delante de mí otra vez bañada con la fuerte luz de la luna. Retrocedí pasmado de terror; el Sapo salió arqueando su bocota llena de dientes. Corrí hacia dentro de la casa y cerré la puerta con llave. Mi hija preguntó que ocurría pero no le contesté y de pronto, ese bicharraco destrozó la ventana. La decapitó limpiamente. Después de eso… desapareció.
Caí de bruces y me ahogué en llanto. Todo fue tan rápido, tan preciso. Mi mujer quien había despertado, al ver la escena emitió un alarido penetrante. Después de esa tragedia, murió al pasar el año. Yo quedé sumido a una depresión sin descanso. Todas las noches, recordaba esa cosa salir de la tierra. Igualmente, parecía estar persiguiéndome hasta el fin de mis días.
Una vez abrí la heladera, y salió una maraña de renacuajos saltando sobre mi cuerpo. Tenían el tamaño de ratas y ese olor. Aún sigo oliéndolo. Ese sapo no va a dejarme en paz nunca, ¡jamás! No después de haber matado esa criatura en Corrientes. Es el Vorá… ¿Entiende lo que le digo? Es real, tan real como yo y como usted.
También recuerdo la vez que yo estaba a punto de acostarme, y encontré sobre ella a ese Sapo del tamaño de una pelota de fútbol. Estaba mirándome, acusándome de su muerte; esa noche tuve que dormir encerrado en el baño, gimiendo y pidiendo por favor que se fuera de una vez.
Mis días y noches, se convirtieron en una pesadilla de nunca acabar. Siempre estaba ahí, hasta que empezó a cobrar víctimas inocentes nuevamente. Todo por haber acampado allí, ¿se da cuenta? Quizás papacho dijo de parar allí después de lo que hice, como una reprenda y que además, para que vea y conciba que no se debe matar un animal, ya sea por deporte o por el simple hecho de tenerles asco.
Pero no le tengo resentimiento, he aprendido que no se debe atentar contra la naturaleza. Ella es extraña. Es misteriosa; la selva tiene su hechicería propia, algo que el ser humano nunca va a entender. — Finalizó el anciano y sorbió nuevamente el vaso con agua. — Señor, ya llegaron — dijo un oficial de policía. — Que pasen entonces — contestó decidido.
Dos hombres de blanco, entraron por la puerta de la oficina policial. Uno con una jeringa y otro con una frondosa y exuberante camisa de fuerza. El anciano, se incorporó exaltado, pero después de mirarlos sin hacer el más mínimo movimiento, sonrió a duras penas. — ¿Vio? Le dije que no me iba a creer… Que idiota es usted. Está bien, no me voy a resistir. No me inyecten nada. — culminó y caminó hacia los paramédicos, quienes se lo llevaron con tranquilidad.

FIN.

No hay comentarios: