viernes, 15 de agosto de 2008

Una enfermedad: Por Sutter Kaihn.

Las fotos de la policía me produjeron un cierto temor; era algo muy conocido para los médicos salvo por un detalle… Los cuerpos presentaban una deformidad nunca antes vista. — Disculpáme David, ¿pero de que se trata todo esto? Este cuerpo tendría que estar en la morgue de un hospital, no en la policía. ¿Qué hizo este tipo? — Le dije nervioso mientras intentaba cubrir mis fosas nasales ante semejante olor. — Eso fue lo que no te dije; allanaron su casa porque recibimos un llamado de emergencia. Cuando llegamos, esta “cosa” estaba… ¡Ag, por Dios! ¿Es necesario que te lo diga? — preguntó el forense con la cara estreñida.
— Necesito saberlo, el jefe me llamó para esto.
— Estaba regurgitando a su propio hijo.
Mi cara se deformó ante semejante testimonio.
— Se lo había comido… — contesté.
— Si, para después dárselo a su pareja. También la matamos, está en la otra camilla. — Contestó mucho más inquieto, abrió una carpeta con las manos temblorosas. — Hubo un par de casos más, hasta con decirte que los laboratorios no dan abasto para este espeluznante fenómeno. Si te asignaron para esto, es porque sos el mejor. ¿Qué opinás? — Mi cuerpo experimentó una extraña sensación entre temor y fascinación. ¿Qué teníamos ante nuestros ojos? Mi cuerpo no reaccionaba, estaba totalmente mudo y mi mente se tornaba borrosa y llena de dudas. — ¡Carajo! — murmuré. Miré aquel engendro repleto de agujeros de bala, — ¿cuántos disparos precisaron para matarlo? — cuestioné impresionado.
— No sé, preguntá por los dos oficiales que estuvieron ahí, pero se te va a hacer un poco difícil. — Dijo dubitativo.
— ¿Por qué?
— Por que están con el psiquiatra.
Esa respuesta fue suficiente para salir lo más rápido de ahí; me fui hasta el auto que lo tenía estacionado llevándome la carpeta con las fotos. Mis ojos no podían creer al ver los rasgos de aquellas criaturas que alguna vez fueron humanas. ¿Virus? Me pregunté; quizás era algo mucho más que una enfermedad, un contagio.
No podía ser que algo así transformara a una persona de tal manera. Era algo parecido al síndrome del hombre elefante. De aquellos parásitos acuáticos que se filtraban por la piel, mientras uno estaba bañándose en algún río. Recorren el torrente sanguíneo y se alimentan de los glóbulos rojos, obstruyendo las venas provocando esa deformidad extraña.
Pero no convierte al sujeto en un caníbal, no permite que obtenga cualidades especiales como separar los huesos de la quijada al igual que las serpientes para tragarse un perro chihuahua. El color de sus ojos era algo especial, tenían un vacío negro. Negro azabache. Las manos eran huesudas y largas al igual que sus piernas, sus rostros invadidos de sobrehuesos. La piel pálida y verrugosa, me hacía recordar a los batracios Encendí el motor, tenía pensado ir primero a mi departamento.
De ahí llamar a mi compañero Juan, quien estaba investigando un caso conmigo pero después de este acontecimiento, seguramente lo dejaríamos para más tarde. Pisé el acelerador pero llegando casi a una esquina, me pareció atropellar algo… o alguien. Me sobresalté y automáticamente bajé del auto, para saber que fue lo que había arrollado.
Una persona panzona de unos cuarenta y tantos de años, yacía en el suelo entre quejidos. — ¡Señor, perdón! ¿Lo lastimé mucho? Le pido una ambulancia… — dije nervioso; me acerqué para auxiliarlo. — Señor, fue mi culpa. Me hago cargo no se haga problema. No se mueva mucho… — seguí hablando. No sé si se trataba de la misma cosa que había visto allá en la morgue de la policía, pero intenté darlo vuelta y su cara me dejó helado. Sus ojos… sus facciones. Chilló y retrocedí bruscamente; realmente me asusté. No estaba convertido del todo, pero pensé que atraparlo vivo quizás sería de muchísima importancia, por lo tanto no quise dispararle.
Comenzó a correr y lo seguí; no recuerdo cuantas cuadras. En un momento hice que me perdiese de vista para que pudiese estar seguro de que no lo seguía, así podría encontrar su escondrijo. Tambaleó sobre una esquina oscura arrojando unos cestos de basura y sin entender, vi como comenzaba a trepar por la pared de un departamento. Conté las ventanas. Se metió en la cuarta.
— Cuarto piso… — murmuré agitado y corrí hacia el edicto. — Cuarto piso… — seguí. Le mostré la placa al encargado y pasé como un rayo al ascensor. Luego recordé lo que había dicho David sobre los otros policías y saqué mi arma reglamentaria. Había cambiado de opinión… lo mataría. Pero después pensándolo bien, también recordé que siempre llevo una escopeta de dos caños cortada, colgando dentro de mi saco largo. Dos cartuchos grandes en la cabeza bastarían, ¿pero si habían más?
El ascensor llegó al cuarto piso, respiré hondo y caminé decidido para internarme a lo desconocido. Recorrí el pasillo, este estaba desierto. Avancé un poco más y una señora salió por una puerta; esta al verme con el arma se asustó, — no se preocupe señora… soy un agente. — advertí. Ella aliviada, soltó el aire contenido. — Mire señor policía, a mi me parece que en el departamento de al lado están pasando cosas muy raras.
Hasta hace un momento estaba haciendo las valijas porque pienso mudarme. El olor que sale de ahí adentro es insoportable. La gente se queja pero ni siquiera el encargado se atreve a entrar. El último que lo hizo no volvió a ser el mismo; quedó loquito o algo así. — Explicó nerviosa, — Además, esos ruidos empezaron hace un par de meses y no me gusta nada… — finalizó. — Despreocúpese señora, ya estaba encaminado en ese asunto. — Le aseguré y cargué la escopeta, — y le pido una cosa más, múdese lo antes posible. — dije y puse la mano sobre la puerta.
Todo parecía demasiado extraño; sentía tumbos. Acerqué mi rostro sobre la madera y pude oler algo putrefacto… después escuhé un quejido. — Los extermino entonces. — Decidí y patee la puerta.
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Una semana después…
— ¡Señor Romero, señor! ¡Acá está, lo encontré! — gritó un joven oficial alumbrando al detective con la linterna. — ¡Ezequiel! Estás vivo hijo de puta… pensamos que estabas muerto. ¡Por Dios, decime que pasó! — le dijo su jefe cubriéndolo con su saco. Ezequiel estaba semidesnudo y presentaba un deterioro importante.
Poseía un cuadro de desnutrición, la barba crecida y sus ojos giraban alrededor con una especie de vértigo desconocido. — La luz… — murmuró. — Quiero la luz por favor. — la acercaron la linterna y este la arrebató desesperado, aferrándola contra su cuerpo. — Protege… protege… — balbuceó. Su jefe lo miró sintiendo pena; le resultaba tan extraño que hablara de esa forma. Había perdido parte de su mente vaya a saber como.
— Madre santa… ¿Qué fue lo que te pasó? ¿Qué te hicieron? — Este se agachó para escucharlo mejor. Algo murmuraba, hasta que se dio cuenta, que lo que emitía eran plegarias. Ezequiel lo miró. — Meses… estuve meses esquivándolos… sobreviví ahí dentro… ma…matando y… es… escondido. Comiendo… — Romero se incorporó, — rápido, llévenselo a un hospital. — Ordenó.
Ezequiel se aferró de su camisa sin previo aviso y con una mueca insana, desbordó sus ojos sobre Romero. La saliva le corría como un manantial de locura y las palabras salieron atragantadas.
— ¡El hueco! ¡Había un hueco en el piso! No es una enfermedad ¿Entiende? Estuve mucho tiempo…
— No Ezequiel, desapareciste una semana. Eso es imposible. — Aclaró Romero.
— Conté los días… UN MES. Mire mi reloj. — Él tenía razón, su almanaque estaba adelantado un mes exacto. — Le dije que no es una enfermedad… ELLOS no son de este mundo. No estuve acá… ¿Entiende? ¡No estuve acá! ¡Ahahahah! ¡AH AJAJAJAJA! — Entonces Romero sintió un escalofrío al ver su rostro, había quedado totalmente demente. Había perdido al mejor de sus agentes, pero al fin de cuentas… el caso estaba resuelto.

Fin.
10/08/08

Gracias. Por Sutter Kaihn

El sonido de las ramas secas, irrumpieron la verde paz del bosque cerrado allí cerca de la ruta nueve. Él no era de incursionar la naturaleza, pero un pedido de auxilio lo obligó a parar, ya que su mujer no se sentía bien y precisaba un teléfono para llamar una ambulancia. Estaba atardeciendo, el crudo invierno castigaba sus manos y rostro, en cada forzoso paso que daba entre la maleza pampeana.
El viento susurraba un delicioso canto entre los árboles, y los pájaros arrullaban sus oídos con sus advertencias. Se sentía un intruso, pero estaba desesperado. No sabía bien que tenía ella; fiebre… dolores en el bajo vientre y delirios. No parecía ser una simple descompensación.
Esto lo obligó a dejar el auto en la banquina para buscar desesperadamente una ayuda. Lo que fuere, cualquier cosa que llegase rápido. Hizo unos cuantos metros más y pudo divisar aquella casa, que interceptó cuando decidió a frenar. Fue lo primero que vio cuando ella le pidió ayuda. — Tiene que haber alguien ahí, — se dijo desesperado y caminó más rápido. Pudo notar cuando se iba acercando, que había postes de madera con cables que seguían hacia la dichosa casa. Pensó en la posibilidad de que tuviesen luz eléctrica, pero lo que más importaba, era si tenían un teléfono.
Miró su reloj pulsera notando que faltaban un par de horas para el anochecer, volvió a mirar aquella casa en medio de la nada y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Era alta, muy vieja quizás. Calculó que se trataba de una infraestructura del año mil novecientos cuarenta, a lo mejor unos cuantos más. Era antigua, eso era todo — Tiene que vivir alguien acá… — se dijo nuevamente. No quería encontrarse con la sorpresa de haber hecho aquella larga caminata en vano. — Tiene que haber alguien, — repitió y avanzó con pasos firmes hacia la casa. No parecía estar completa; estaba muy dañada por fuera. Solo la mitad de ella estaba en pie, el resto era un verdadero desastre. Hubo un detalle que notó al llegar, los postes de madera con cableado parecían estar volteados hacia el lado arruinado de la casa.
— ¡Hola! — Se anunció y batió las palmas pero no hubo respuesta. Su desesperación creció. — ¡Hola! ¡Alguien que me ayude por favor! — insistió. Trató de acercarse un poco más, sentía que la angustia lo carcomía. Tendría que volver hacia el auto y correr como nunca. Se preguntó porque no lo había hecho, de porque decidió parar cuando vio la casa.
— ¡Por Dios! ¡Alguien que me ayude! ¡Tengo a mi mujer muy mal y…! — algo lo interrumpió; creyó ver algo que se asomaba por la ventana más alta. — ¡Hola señora, acá abajo! — advirtió el hombre. La ventana se cerró, los pasos se escucharon secos y autómatas. Sus nervios no lo dejaban en paz, rogó al señor por haberse hecho escuchar, dio gracias por no haber parado el coche en vano.
La puerta resonó tosca y vieja, el rostro de una señora que aparentaba cincuenta y tantos, apareció desde la oscuridad que la rodeaba. — ¿Qué desea usted?, ¿por qué tanto alboroto? — Preguntó con una mirada ausente. — Mire señora, primero antes que nada, quiero disculpar mi atropello. Mi nombre es Cristian Almada y mi mujer… no sé que tiene. Habría de comer algo que le cayó demasiado mal por decirlo así. Parece estar muy grabe y… — La anciana levantó su mano y él quedó estático. — Pase por aquí, quizás el teléfono funcione, — dijo ella y le ofreció entrar.
El interior de la casa dejaba mucho que desear; los muebles estaban muy arruinados y el polvo más las telas arácnidas, cubrían el resto con abundancia. El olor a viejo impregnó sus fosas nasales; esto le trajo vagos recuerdos de cuando fue por última vez al cementerio. — Dígame… ¿Y vive usted sola? — Preguntó amablemente al menos para comenzar una agradable conversación. — No…— respondió a secas, — mi marido salió a cazar, debe estar a punto de llegar. Mis hijos dejaron a mis nietos durmiendo acá en casa, por el fin de semana ¿vio? — Finalizó y caminando hacia lo que parecía ser el living, con sus blancas y esqueléticas manos, le acercó un viejo teléfono negro con marcado a disco. — Tome… — le dijo con una sonrisa dibujada en su rostro.
— Gracias señora… ¿cómo se llama usted?
— Alicia. — Contestó la vieja y le insistió en que marcara el número de emergencias. Él hombre dudó de que el aparato funcionase; lo miró pausadamente, después miró a la mujer. — Ande… haga el llamado, — insistió. Él acercó el audífono a la oreja y milagrosamente escuchó el tono. Realizó la llamada y dejó dicho donde se encontraba el auto, colgó el tubo y devolvió el aparato a la anciana. — Gracias señora Alicia, muchísimas gracias… — dijo aliviado.
— No hay de que joven. — Contestó la mujer desinteresadamente y dejando el teléfono sobre una vieja mesita, se acercó hacia la puerta de la cocina. Cristian caminó hacia la entrada y pasando por la puerta de una habitación, se detuvo para ver el desastre. Era la parte que había visto afuera.
— ¿Qué pasó ahí dentro señora? — Preguntó curioso.
— Un infortunio… — Contestó ella.
— ¿Qué clase de infortunio?
— Un incendio, no sobrevivió nadie. — Detalló Alicia.
— Imagino que a usted le cuesta mucha plata tratar de arreglar lo que queda… Yo podría pasarle el número de un amigo mío que se dedica a… — La mujer lo miró con una especie de tristeza, — ¿Qué fue lo que no entendió cuando dije que no sobrevivió nadie?

Fin
25/7/08