sábado, 16 de agosto de 2008

LA última bolsa: Por Sutter Kaihn. (Diario Hoy)

Ariel siguió corriendo detrás del camión mientras que con movimientos apresurados, arrojaba las bolsas de basura dentro de la prensa. — ¡Dale! — Gritó al conductor. Su compañero también estaba tratando de subir, — ¡pará un toque che! — advirtió y arrojó otra bolsa más.
El camión siguió con su marcha entrecortada en cada esquina oscura, penetrando por la fatídica noche tormentosa. Ariel, el muchachito de unos veintidós años, trataba de trabajar lo mejor posible ya que al parecer su jefe le había planteado la posibilidad de ponerlo en un cargo más alto. Algo como ser encargado. Felizmente, pudo terminar sus estudios secundarios y eso podría introducirlo a un trabajo con mejor paga. — ¿Cuánto falta? —, preguntó su compañero Ernesto.
Hacía pocos días que él estaba trabajado allí, y no conocía muy bien el circuito que debían realizar. — Faltan… unas diez cuadras… — Contestó Ariel con seguridad y se aferró al camión, — ¡dale! — Siguieron la marcha entrecortada, mientras que el agua empañaba su visión. Él vivía por la zona de los bajos, allí dónde casi nadie se atrevía a cruzar. Hasta la misma policía, no muchas veces no procedía cuando les mencionaban esas calles de la muerte.
Eran sinónimo de todo tipo de desgracias y demás perversiones. Ni siquiera el mismo Ariel estaba tranquilo; es más, pensaba mudarse lo antes posible. Ya estaba harto de vivir en un lugar donde las desgracias de todo tipo eran frecuentes… y más en altas horas de la noche. — Tenemos que pasar unas cuadras más. — Dijo él con los dientes apretados; sentía que los nervios se le ponían de punta. Estaba muy cerca de su barrio y eso ya no le gustaba para nada. La lluvia seguía golpeando su rostro moreno.
Sus ojos resaltaban en la nocturna ciudad, empapada de un agonizante silencio. Esa escena, le carcomía las expectativas de tener una noche de trabajo normal. ¡Ya me quiero ir de acá!, pensaba mirando a su alrededor. Los truenos y la luz de los rayos, daban una imagen espeluznante a las esquinas y las veredas rotas de la cuadra. Los carteles viejos flameaban con movimientos convulsionados.
Los árboles, parecían espectro sacudidos por los vendavales de la locura y la desesperación. Las luces de mercurio parpadeaban. — ¡Allá están las últimas bolsas! — dijo su compañero. — Si, son unas cuantas. Dejá que las junto yo. — Contestó Ariel y corrió hacia ellas. El camión se acercó y las lanzó dentro. Después de unos segundos mientras la máquina prensaba los desperdicios, salieron de allí sin ningún problema. El muchachito quedó colgado en la parte trasera del vehículo, y suspiró de alivio. — No pasó nada… — murmuró.
Secó su rostro y se aferró mejor al camión. — ¡Che! ¡Me parece que se te pasó una bolsa más! — dijo Ernesto y Ariel lo miró desentendido. — ¿Dónde? — Preguntó. Ernesto levantó su brazo izquierdo, y su índice indicó el lúgubre lugar. — Esa casa —, culminó. — Bueno, pará que le hago señas al camión para que retroceda… — No le gustaba la idea; si hubiera visto aquella bolsa, de seguro no habría dicho absolutamente nada. Todo lo que fuere para no volver.
El conductor hizo caso al chico, y volvieron a esa casa. Lo extraño era que aquel lugar estaba abandonado y él lo sabía perfectamente; pero nunca falta algún roñoso que inescrupulosamente, arroja basura en lugares abandonados o baldíos. Bajó y trotó hacia el objeto negro, que brillaba con el agua y las luces de mercurio que seguían parpadeando. Estiró el brazo y aferró su mano al plástico. Estaba un poco pesado, no tenía ganas de levantarlo.
Es más, si ellos notan que la bolsa de basura pesa más de la cuenta, las dejan donde las encuentran. — ¡Ma si! La levanto así nos vamos de una vez… — gruñó pero cuando intentó arrojar la bolsa, ésta se desgarró dejando caer aquellos restos humanos, que se estaban pudriendo con el calor de la noche.

Fin
11/1/08

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