sábado, 16 de agosto de 2008

Bella: Por Sutter Kaihn

— ¡Pará un poco! No tenés porque hacer esto. Pensá en tu familia, amigos. No tenés porque tener que tomar esta decisión tan trágica. — Intentó convencerla Horacio De Andrea. El oficial bombero trató de estirar un poco su mano hacia la desesperada muchacha, quien estaba colgando en una terraza de la catedral.
— ¡No, andáte! — gritó ella. Parecía ser una adolescente de 17 años; tenía buen cuerpo y el cabello bien cuidado. Su piel era rosada y olía a violetas. Vestía un pantalón vaquero blanco y una blusa bordó. Sus delicadas manos con algunos anillos, estaban aferradas al borde de la inmensa estructura eclesiástica.
— Me tiro… no aguanto más, yo me quiero matar ¿O acaso no lo entiende? — Gimió la pobrecilla. Horacio quien estaba debajo de la ventana sin poder verle el rostro, trató de utilizar toda la psicología posible para poder mediar con la muchachita perturbada.
— ¿Por qué te querés matar? — Preguntó él. — Mi madre… — respondió ella como si se tratara del Diablo. — Mi mamá tiene la culpa, ella nunca quiso. Jamás me dejó ser. — Su voz acongojada, pronto se transformó en un llanto quejumbroso. Sus palabras parecían ser dificultosas; no pronunciaba bien lo que decía. — ¿Que pasó con tu mamá? Bajáte y contáme bien. — Intentó convencerla Horacio pero esta al intentar alejarse más, resbaló.
Se movió lentamente y logró mantener el equilibrio en la cornisa. — Ella tiene la culpa, la odio… ¡La odio! — Gritó. El oficial de bomberos trepó un poco la ventana y logró verla un poco más. — ¿Cómo te llamás? — preguntó con dificultad, ya casi podía verle del torso hacia abajo. — Melina, me llamo Melina… — contestó entre sollozos. — ¿Qué te pasó? ¿Qué tenés en la boca? — Melina trató de calmarse y procedió a hablar un poco más.
— Mi mamá está enferma ¿Sabe? No está bien. Lo que pasa es que siempre me tuvo celos y… — ella tragó saliva para aminorar la angustia. — Ella está loca, siempre me encerraba y me controlaba. Jamás quiso que tuviese novio o que la gente me viera. Siempre fui su “retoño” o su “princesita” y todo esos tipos de calificativos absurdos y de mierda.
Siempre me quiso para ella y nada más que ella. Su hijita querida, la nena hermosa e inocente… — Ella dio dos o tres pasos más y se alejó un poco. — Ahora va a tener la culpa de lo que va a pasar ahora, espero que se lo tenga bien merecido. Va a pagar por todo… — gimió Melina. Horacio intentó asomarse más y descubrió que la chica estaba de espaldas junto al borde de la cornisa, apoyada sobre una gárgola.
Trepó y logró pararse sobre la incómoda estructura. — Culpa de que Meli, de que tiene la culpa tu mamá. — Cuestionó para saber la causa de sus actos incoherentes. — Hacía dos meses… — continuó ella. — Yo había conocido un chico ¿Sabe? Me gustó ni bien lo vi. En la facultad… y… — Ella comenzó a llorar de nuevo, tragó saliva y prosiguió. — Mi mamá se enteró que yo lo frecuentaba, habíamos empezado una relación juntos y ella se enteró… se enteró.
Ella se dio cuenta. Nunca la vi tan furiosa. — La chica se soltó de la gárgola y se meneó perdiendo el equilibrio, hasta que logró nuevamente aferrarse a la antigua figura. — Mirá, hay muchos casos de amores imposibles Melina. No por eso, necesariamente tenés que llegar a esta situación. Cuando te independices vas a poder estar con él. Muchos jóvenes se independizan para poder estar con sus parejas y… — La muchacha levantó su mano y la golpeó contra la estatua. — ¿Qué es lo que no entiende? ¿No le dije que mi mamá está ENFERMA? — gritó con furia e impotencia. — Estos dos meses, me persiguió, me hizo sacar fotos. Llamaba a la policía acusando a mi novio por rapto. Lo amenazó de muerte, ¿entiende? Es una loca sin remedio, está maldita. Jamás me dejó vivir como una persona normal.
La odio… la odio tanto. Ella está celosa de mí, eso es lo que pasa. Ella está celosa porque soy más joven que ella. — Declaró Melina y bajó la cabeza. Horacio se estaba acercando cada vez más hacia la perturbada joven, que estaba al borde de la muerte. — Calmáte un poco, tengo una idea… ¿por qué no le hacés una denuncia a tu mamá por acoso? De última si está tan enferma como decís, ¿por qué no la encerrás en un instituto privado? — Insinuó Horacio mientras seguía acercándose a la chica lentamente.
Él pensaba atraparla, tenía que aprovechar la oportunidad de que ella estaba de espaldas al vacío. — No señor… usted sigue sin entender. — murmuró ella y se dio la vuelta. — Ella nunca quiso que fuese BELLA. — Finalizó y con una de sus delicadas y rosadas manos, se quitó los vendajes del rostro.
El policía bombero al ver lo que había quedado de Melina, exclamó un grito corto y quedó paralizado. Faltaba parte de sus mejillas, la nariz, orejas y un ojo. — Me dejó la boca para que pudiese hablarle… A ella y solamente a ella, — dijo Melina mientras Horacio seguía pálido. No podía creerlo. La chica extendió lentamente sus brazos y se dejó caer al dominante vacío, tratando de poder sonreír.

Fin
16/5/08

EL Hedor: Por Sutter Kaihn (Diario Hoy)

— Hola nena, ¿de dónde venís? — preguntó la muchacha policía detrás del mostrador de la comisaría “La unión”. La niña se había perdido y eso se caía de maduro. Fue mucha suerte el haber encontrado aquel lugar, lo que no se sabía aún, era de donde provenía.
La pequeña, llevaba consigo una muñeca sin un brazo y sin su pequeño vestido. Ella tenía la mirada triste y carente de brillo. — ¿Dónde se encuentran tus papás? — volvió a cuestionar la muchacha, pero la niña seguía sin responder. Parecía haber salido de la nada. De un tiempo perdido y lejano, al cual uno podría perderse y vagar eternamente.
La pequeña, simplemente atinó a dar un par de pasos, y consiguió la ternura de la oficial dándole un abrazo terminando en un sollozo casi inaudible. — Ah, bueno, bueno… Pobrecita. — Se sorprendió la chica. — ¿Estás perdida? — pero seguía sin contestar. Entonces Leonor la llevó a la oficina para darle atención. — Jacinto, ¿no me cubrís que estoy ocupada? — le dijo a su compañero.
— ¿Y esa nena? — cuestionó él sorprendido. — No sé, apareció acá dentro. Ni idea de cómo llegó. — Ella la llevó hacia el escritorio y la dejó sentada frente a ella. La niña seguía con la mirada perdida. Le llamaba la atención el lugar donde se hallaba. Era nuevo, no era su casa — ¿cómo te llamás? — Volvió a interrogar, pero siguió siendo en vano.
La niña levantó la vista… de pronto había captado su atención. — ¿Cuántos años tenés mi vida? — La pequeña levantó su manita y le mostró cuatro dedos. — ¡Ah, muy bien! — se sorprendió Leonor. — Ahora vení que te limpio. — Sugirió y sacó un pañuelo para limpiarle la carita. Había estado llorando, también tenía un poco de tierra. Su vestido estaba igual de sucio, el abandono era inminente. — Y decime… ¿por qué te fuiste de tu casa? — volvió a cuestionar, pero la niña atinó a querer alcanzar los papeles del escritorio.
— Ah, querés dibujar. Bueno, un poco te dejo. Te voy atraer agua. ¿Querés agüita mi amor? — preguntó tiernamente y la pequeña movió la cabeza. Antes de ir por el agua, ella le acercó unos papeles y una lapicera, para que la perturbada niña pudiera distraerse un poco de la triste situación que la abrumaba. Caminó hacia la cocina, tomó un vaso y lo acercó a la canilla.
Antes de volver, el teléfono interrumpió sus pensamientos. Su compañero estaba allí. — Comisaría La Unión, buenas tardes… Si, que tal. Aja, si. Pero… No, no. Cla… No señora, lo que pasa que… No, no. Pero… — Leonor sospechó un momento y fue hacia el aparato. — Dejáme a mí, — dijo decidida y atendió. — Hola. Si señora, estamos en eso. Varias personas denunciaron lo mismo. Si, claro. ¿Ah si? Ok. Enseguida le mandamos un móvil, no se preocupe. Déjeme sus datos… Listo, muchas gracias. — Dijo la muchacha y colgó el aparato.
— ¿Qué pasó? — preguntó su compañero. — Esta es la séptima persona que denuncia lo mismo. Hace como una semana que reciben llamados anónimos. Parece que alguien, anda esperando que se ausenten para robar. Es la típica… Además, hay un olor fuerte por toda la cuadra, ya varios se quejaron también por eso. — Respondió Leonor y recordando a la niña, se dirigió con el vaso hacia la oficina.
La pequeña, aún estaba dibujando sobre el escritorio y cuando esta se acercó, sus ojos quedaron fijos en ella. Su garganta parecía estar pasando clavos y el vaso se estrelló contra el piso. — Jacinto, vení conmigo AHORA, — balbuceó la oficial. Su compañero la miró con más atención. — ¿Qué pasó? — Ella se acercó hasta la puerta y dejó otro policía a cargo de la niña. Su rostro se había colmado de tristeza. — Ya te digo, arrancá la patrulla. — En el transcurso del viaje, él notó que Leonor no estaba bien; una pequeña lágrima rodó por su mejilla. — Leo, ¿te pása algo? — preguntó él.
— Nada, seguí manejando. — Ordenó ella, y manejó largos minutos hasta que llegaron al lugar. — Es acá. La señora que llamó, me dio la dirección donde viene El Olor… — musitó entre dientes y tragó saliva. Respiró profundamente y contuvo el llanto. — ¿Olor? — preguntó su compañero.
La casa se veía solemne. Un silencio sepulcral y terrorífico, invadía la fachada con las luces apagadas… La puerta, parecía estar entreabierta. — que de ahí… viene el olor Jacinto. — quebró Leonor y bajando la ventanilla del patrullero, una ráfaga de pestilencia los golpeó.
Un espantoso Hedor de muerte, atormentó sus almas. Ella levantó el papel ante su rostro, mostrándole el dibujo de la pequeña. Una mujer yacía sobre una cama salvajemente mutilada, producto de incontables apuñaladas propinadas por el marido, quien también estaba muerto. Estaba colgando de una soga, bien sujetada al ventilador de techo.
— De ahí viene El Olor… de ahí venía la chiquita. — Sollozó la mujer con el corazón partido. Las llamadas anónimas, habían sido realizadas por la pequeña. Fueron llamadas al azar ya que con sus cuatro años… no sabía a quien recurrir.

Fin
20/3/08

EL oportunista: Por Sutter Kaihn

— ¡Dale forro, dame la guita! — expresó el ladronzuelo nervioso. El muchacho de la caja con movimientos bruscos intentó abrir el aparato, pero se le dificultaba producto de la conmoción. Él también estaba nervioso, trataba de no mirarlo mucho ya que recibiría una bala. — ¡Dale, apuráte! — insistió el mal viviente.
Dio la vuelta detrás del mostrador y le puso el arma en la cien. — Tiráte al piso y calláte. — Le ordenó.
— No me matés… — balbuceó la víctima, — lleváte todo, pero no me matés. — El ladrón metió mano dentro de la caja y como pudo, acomodó los billetes dentro de su bolsillo. Asomó la cabeza para ver si entraba alguien, pero por suerte no era la hora pico, así que decidió partir lo más rápido posible. Corrió como nunca; estaba seguro que el empleado había accionado la alarma silenciosa.
La policía vendría en cuestión de minutos. Cruzó la avenida, después llegó a la parada del colectivo cerca de la estación de trenes, y paró el primero que vino. No le importaba dónde iría, el tema era irse lejos. Pagó el boleto y se sentó cerca de la ventana, para ver si la policía estaba en su búsqueda.
La paranoia lo consumía más y más. El autobús no estaba tan lleno, igualmente no tenía mucha idea donde se bajaría. Solo quería estar lejos del lugar del delito, luego volvería tranquilamente a su casa tomando otro camino para despistar. Pasada una hora de viaje, el colectivo de pronto estaba más lleno así que decidió bajarse pasando las diagonales. “Tendría que ser en un barrio mucho más lejos” Pensó y cambió de planes bajando más adelante.
Salió de su asiento y trató de caminar hacia la puerta trasera. Intentó tocar el timbre pero había tanta gente atiborrada, que este no llegaba hacia el aparato. Lo estaban apretando. — ¡Permiso che! — dijo aún más nervioso y empujó fuerte hasta que por fin llegó. Bajó del vehículo y salió corriendo con la sonrisa en su rostro. Cruzó como cinco cuadras, bajó por dos calles más hasta que quedó en el umbral de una puerta. Ya cansado de escapar sonrió a duras penas; lo había logrado.
Era su primer robo y había triunfado. — Si hijo de puta… — exhaló cansado y metió la mano en su bolsillo con frenesí. Sin embargo, quedó paralizado con sus ojos muy abiertos, encontrándose con la sorpresa DE QUE NO TENÍA LA PLATA ROBADA. Solo encontró un papelito que decía:

“Ladrón que le roba al ladrón
Tiene cien años de perdón.”

Sus lágrimas brotaron de la bronca y la desesperación; parecía una broma cruel diseñada por el mismo Dios, castigándolo por su mala acción. Tendría que haber esperado alguna especie de milagro o algo así. No tendría que haber rodado ese dinero ya que un oportunista más hábil que él, le había sacado la salvación para su pequeño, quien estaba muriendo en el hospital por una afección cardiaca.
Aquel oportunista, había sido mucho peor. Aquel oportunista, bajó del colectivo mucho antes que el principiante y con el dinero robado, compró alcohol para pasar la borrachera en una plaza cercana y reír como un loco desquiciado.

Fin.
17/3/08.

EL suicida: Por Sutter Kaihn

Preparó su arma reglamentaria, y entró como un tropel dentro de la vieja casa. Entre las penumbras de aquel lugar inundado por un vago silencio, intentó divisar una débil luz proveniente de lo que sería su dormitorio. Heraldo Sáenz, siempre tuvo problemas psiquiátricos. Había caído unas cuantas veces en la comisaría por las denuncias de los vecinos, pero esta vez… fue demasiado lejos.
El detective al entrar, encontró una niña de once años de edad. Estaba muerta sobre lo que parecía ser una Pira con extraños símbolos. También había velas negras y un pentáculo de cinco puntas, dibujado sobre el piso de su propia casa. Le faltaban trozos de carne, el insano había estado comiendo de ella. El detective tragó saliva, el sudor recorría su rostro. Un sudor frío.
La suerte del pobre diablo estuvo echada en ese momento, y se escuchó un disparo. Pudo ver el flash desde la puerta entreabierta y se cubrió. — ¡Alto policía! — gritó desde un sillón. — ¡Estás arrestado Heraldo! ¡Tirá tu arma! — sin embargo nadie respondía. Lentamente, caminó hacia la puerta y con la punta de la pistola, abrió despacio. La pared estaba manchada de sangre, el cuerpo de Heraldo, yacía sobre el escritorio junto a una vieja máquina de escribir.
Su cabeza había quedado esparcida gracias a un revolver de grueso calibre y sus muñecas, estaban profundamente cortadas. — No…— murmuró Juárez. — Loco de mierda, era hora de que lo hicieras ¿no? ¿Pero por qué lo hiciste? — Sus antecedentes eran lo bastantes revoltosos como para llegar a semejante decisión. Después de observar la escena, notó que había escrito algo. Tomó el papel salpicado con sangre y lo leyó:

En mis tiempos de inocencia, siempre supe que me habían elegido. Allí donde la oscuridad es sempiterna y las almas regocijan de odio, está la mía ahora. En la eternidad, en el silencio absoluto. Nadie comprenderá porque lo hice, sin embargo, nadie contó la historia de mi locura.
Solo yo lo sé muy bien, solo sé que ELLOS tenían que venir a buscarme, pero los burlé. Este es mi escape de sus malignas garras y no habrá magia negra que me detenga. Fue cuando tenía dieciocho años de edad, mis padres murieron en un trágico incidente… y digo incidente… no accidente. No, no fue así. Ellos, también fueron elegidos para ser sacrificados en honor al innombrable. El mal antiguo, un horror tan legendario como extenso.
Son los devoradores de vida, que danzan en las noches maldecidas cuando la luna es menguante. Ellos se reunían en la selva marginal de Punta Lara o en la Isla Paulino, para realizar sus macabros actos de hechicería. Aún lo siguen haciendo… para invocarlo a ÉL. Las piedras son la clave para llegar, las piedras mostrarán al pez oscuro. Mayo es la clave, el mes de mayo los favorece, los fortalece.
Alguien tiene que detenerlos ¡Por Dios, alguien que los detengan antes de que sea demasiado tarde! El holocausto vendrá de la mano del Sabannaht, el que devora vidas. Si, me atrevo a nombrarlo pues ya no tengo nada que perder. En cualquier momento vendrán por mí. Yo fui testigo de su poder, yo pude ver con horror, como su magia surtía efectos en sus víctimas.
Sufrí pesadillas espantosas durante años; mis gritos a mitad de la noche, provocaban que los vecinos llamaran a la policía. Mis comportamientos insospechados, terminaron por distorsionar mi mente, a tal punto que no distinguía la realidad que me rodeaba. Voces, sombras. Los cánticos y los gritos. La sangre, las almas. Había decidido internarme en un psiquiátrico por mi cuenta, pero los resultados fueron mucho peores. Las pesadillas fueron más detalladas, me mostraban cosas, me decían todo. Aquella extraña ciudadela situada cerca de un río, es la morada del maligno. La ciudad sin nombre y maldita por miles de años; un lugar donde los que moran allí… no son humanos ¡Allí dejan de serlo! Yo no seré uno más… no seré como Ellos, pues aquí se termina mi camino y dejo las pruebas suficientes de su existencia. Están en el cajón izquierdo de mi escritorio.
P.D. No quería matarla… pero necesitaba comer. Él me obliga hacerlo. Ya no soporto más esto.
Adiós.

La cara del detective Juárez se torció del espanto. Jamás pensó que el hombre terminaría por confesar tal terrible secreto. Quizás desvariaba en lo que había escrito ya que tenía antecedentes esquizofrénicos, pero según su investigación, ninguno de sus familiares había sufrido semejante enfermedad mental.
No había vestigios de tal terrible herencia. Tomó dicho cajón y encontró extraños dibujos de la ciudadela, en la que el insano detalló con gran habilidad. También había algo escrito en un idioma incomprensible; parecían ser unas especies de runas antiguas. Algo había notado detrás de él, no se veía mucho así que tomó su pequeña linterna de bolsillo y lo que encontró, no fue muy agradable. Era un mensaje escrito con la mismísima sangre de Heraldo. Eran la traducción de las runas.

“El tiempo devora la carne, la sangre y los huesos.
¡Invertid el proceso si queréis seguir!
Renovad vuestro cuerpo, fortaleced el espíritu y vivirán.
Quitadle y devorad al tiempo, la carne, la sangre y los huesos
Por que nos pertenecen.
Entregadme sus vidas… y vivirán”


Fin
17/3/08

Tarde... : Por Sutter Kaihn

El señor Emiliano Rojas, despertó de un largo y profundo sueño el cual hizo que su confianza se alterara de algún modo. — ¿Qué pasa? — se preguntó y tratando de llevarse las manos al rostro, sintió un fuerte dolor de cabeza. — Carajo… — se quejó. Lentamente, trató de buscarse alguna posible herida pero no halló nada. La oscuridad lo invadía.
— ¿Qué mierda pasó? — Volvió a cuestionarse pero vagas imágenes de su esposa, brotaron cuan manantial de excremento. Si, estabas a punto de separarte, esa maldita perra… Pensó. Emiliano trató de moverse pero extrañamente, ni un músculo de sus piernas respondían. Intentó hacerlo nuevamente pero descubrió con temor, que solo podía mover un brazo. — No... — susurró y pronto fue preso de la desesperación. — ¡Hija de puta! ¿¡Qué me hiciste!? — gritó y la imágenes volvieron. El día del casamiento, la luna de miel.
Los gratos recuerdos, que pronto fueron empañados por el facineroso deseo de poder que invadía la mente de su esposa. — Estabas conmigo por guita ¿No? — Se preguntó en la oscuridad, que seguía rodeándolo como una mortaja infectada de olores extraños.
Ya era tarde para sus caricias, tarde para seguir escuchando su dulce voz. Tarde para hacerle el amor…
Recordó su primer hijo, nunca fue tan feliz en su vida. Y el segundo también. Aquellos hijos maravillosos que Marcela les había dado con amor. ¿Fue por amor? ¿Me había hecho el amor? Pensaba pero sus pensamientos seguían un poco desordenados. Estaba cansado y con mucha sed.
Comenzó a delirar, al parecer era eso… delirios. Visiones, olores. ¿Sonidos? No, no los había. ¿Qué era aquel extraño vacío que lo rodeaba? — ¡Drogado! — gritó y notó que su voz resonaba extraña y potente. Era como estar gritándose a si mismo. — Drogado… — reiteró y tratando de tragar saliva, comenzó a reír.
Al parecer la droga propiciada, producía un efecto de ceguera temporal. Entonces resolvió que cuando se recuperara, iría a buscarla. Eso haría, pero quizás ya sería tarde. Recordó que tenía todo ese dinero en la cuenta del banco. ¿Pero cómo había sido la trampa? — Hija de puta… — murmuró pero su cabeza seguía siendo un balde de clavos.
Su mente daba vueltas y vueltas. — Fue en la reunión. — dijo y la foto de aquel tipo, se presentó como algo de mal agüero. Si, habría sido aquel que estaba con ella en la reunión de la oficina. El tipo que estaba tramitando el divorcio. La charla… y el vaso con agua, que le habían alcanzado cuando discutió con su mujer. Ella quería todo. Lo más lógico es la mitad, pero ella no… quería absolutamente TODO lo que él tenía. Las propiedades, el negocio, la plata del banco.
Marcela estaba llena de odio. Marcela quería venganza. Pero ¿Por qué? Entonces recordó. — ¡Ah! Fue por… — Se llamaba Alicia Velásquez. Muy bonita por cierto. Él la había conocido en un viaje de negocios, cuando trataba de vender una propiedad en la costa de Pinamar. La emoción de querer una aventura, lo llevó a cometer un acto de infidelidad que no estuvo mucho tiempo encubierto. Fue cuando ella encontró aquel mensaje en su celular.
Allí comenzó todo. Allí se dio cuenta que ya era tarde. Parecía que el efecto de la droga estaba cediendo, entonces se dio cuenta que la sensibilidad le estaba volviendo al cuerpo. A duras penas, pudo mover un poco su pierna pero topó con algo. Luego intentó mover su brazo y tanteó otra cosa más. No distinguía bien que era, pero a juzgar por su textura le pareció algo duro. Quiso respirar profundamente pero el aire… el aire. — Aire… — susurró. La pierna reaccionó y dio un puntapié. Después dio un golpe con su brazo ya con más sensibilidad, pero algo cayó sobre su rostro… ERA TIERRA.
— ¡Hijos de puta los dos! ¡Aire, quiero aire! — Gritó pero ya era tarde. Nuevamente echó a reír pero esta vez, la risa era más eufórica. Rió y rió hasta quedar sin fuerzas. Después, el llanto lo hizo preso de su locura producto por el fármaco. El pánico llegó hacia él como una ráfaga de pestilencias y bajo la luz de la luna llena, las lápidas y mausoleos quedaron bañados con aquel brillo espectral.
Sus gritos penetraron débilmente la tierra y el rocío de la noche. Sus manos buscaron aquel precioso aire que ahora se le estaba acabando. Sus ojos estaban hinchados. El terror finalmente lo poseyó y siguió gritando… golpeando, blasfemando. La locura.

Tarde Emiliano… muy pero muy tarde.

Fin.
3/3/08

LA última bolsa: Por Sutter Kaihn. (Diario Hoy)

Ariel siguió corriendo detrás del camión mientras que con movimientos apresurados, arrojaba las bolsas de basura dentro de la prensa. — ¡Dale! — Gritó al conductor. Su compañero también estaba tratando de subir, — ¡pará un toque che! — advirtió y arrojó otra bolsa más.
El camión siguió con su marcha entrecortada en cada esquina oscura, penetrando por la fatídica noche tormentosa. Ariel, el muchachito de unos veintidós años, trataba de trabajar lo mejor posible ya que al parecer su jefe le había planteado la posibilidad de ponerlo en un cargo más alto. Algo como ser encargado. Felizmente, pudo terminar sus estudios secundarios y eso podría introducirlo a un trabajo con mejor paga. — ¿Cuánto falta? —, preguntó su compañero Ernesto.
Hacía pocos días que él estaba trabajado allí, y no conocía muy bien el circuito que debían realizar. — Faltan… unas diez cuadras… — Contestó Ariel con seguridad y se aferró al camión, — ¡dale! — Siguieron la marcha entrecortada, mientras que el agua empañaba su visión. Él vivía por la zona de los bajos, allí dónde casi nadie se atrevía a cruzar. Hasta la misma policía, no muchas veces no procedía cuando les mencionaban esas calles de la muerte.
Eran sinónimo de todo tipo de desgracias y demás perversiones. Ni siquiera el mismo Ariel estaba tranquilo; es más, pensaba mudarse lo antes posible. Ya estaba harto de vivir en un lugar donde las desgracias de todo tipo eran frecuentes… y más en altas horas de la noche. — Tenemos que pasar unas cuadras más. — Dijo él con los dientes apretados; sentía que los nervios se le ponían de punta. Estaba muy cerca de su barrio y eso ya no le gustaba para nada. La lluvia seguía golpeando su rostro moreno.
Sus ojos resaltaban en la nocturna ciudad, empapada de un agonizante silencio. Esa escena, le carcomía las expectativas de tener una noche de trabajo normal. ¡Ya me quiero ir de acá!, pensaba mirando a su alrededor. Los truenos y la luz de los rayos, daban una imagen espeluznante a las esquinas y las veredas rotas de la cuadra. Los carteles viejos flameaban con movimientos convulsionados.
Los árboles, parecían espectro sacudidos por los vendavales de la locura y la desesperación. Las luces de mercurio parpadeaban. — ¡Allá están las últimas bolsas! — dijo su compañero. — Si, son unas cuantas. Dejá que las junto yo. — Contestó Ariel y corrió hacia ellas. El camión se acercó y las lanzó dentro. Después de unos segundos mientras la máquina prensaba los desperdicios, salieron de allí sin ningún problema. El muchachito quedó colgado en la parte trasera del vehículo, y suspiró de alivio. — No pasó nada… — murmuró.
Secó su rostro y se aferró mejor al camión. — ¡Che! ¡Me parece que se te pasó una bolsa más! — dijo Ernesto y Ariel lo miró desentendido. — ¿Dónde? — Preguntó. Ernesto levantó su brazo izquierdo, y su índice indicó el lúgubre lugar. — Esa casa —, culminó. — Bueno, pará que le hago señas al camión para que retroceda… — No le gustaba la idea; si hubiera visto aquella bolsa, de seguro no habría dicho absolutamente nada. Todo lo que fuere para no volver.
El conductor hizo caso al chico, y volvieron a esa casa. Lo extraño era que aquel lugar estaba abandonado y él lo sabía perfectamente; pero nunca falta algún roñoso que inescrupulosamente, arroja basura en lugares abandonados o baldíos. Bajó y trotó hacia el objeto negro, que brillaba con el agua y las luces de mercurio que seguían parpadeando. Estiró el brazo y aferró su mano al plástico. Estaba un poco pesado, no tenía ganas de levantarlo.
Es más, si ellos notan que la bolsa de basura pesa más de la cuenta, las dejan donde las encuentran. — ¡Ma si! La levanto así nos vamos de una vez… — gruñó pero cuando intentó arrojar la bolsa, ésta se desgarró dejando caer aquellos restos humanos, que se estaban pudriendo con el calor de la noche.

Fin
11/1/08

Vacaciones... : Por Sutter Kaihn

He caído en un extraño pozo, así parece serlo. Las horrendas criaturas que me perseguían, quizás hayan perdido mi rastro después de haber caído en esta fosa pestilente. Es demasiada rara esta situación. Simplemente me fui de vacaciones, era lo único que quería.
Unas simples y ordinarias vacaciones. No sé que demonios me llevó a que mis ojos desconfiaran de todo lo que me rodea. Había estado con aquel aburrido grupo, que sacaban fotos a cuanta alimaña o estúpida flor se les cruzaba.
Yo quería algo diferente… lo que me llevó a apartarme de ese grupete insoportable. ¿Se habrán ido los espectros abominables? Comenzaron a perseguirme cuando… cuando yo… ¡Claro! ¡Ese OTRO grupo de gente! Yo sabía que de algún modo, pagaría muy cara mi osadía.
Aquellos monstruos que brotaban de los árboles, fueron en mi búsqueda. Víboras enormes con cabezas humanas, personas cubiertas de gusanos que vociferaban insultos insoportables. Todas clases de cosas que mi cerebro no lograba reconocer.
Corrí y corrí sin mirar atrás; ya no me importaba que tipo de cosas se aproximaban detrás de mí. Unas apestosas anguilas con el tamaño a una manguera de bomberos, impedían mi paso por las charcas.
Arañas del tamaño de un perro, caían desde los árboles sin previo aviso. Aquel sonido, era el más aterrador de todos los que había escuchado, a lo largo de mi inútil existencia. Los corazones de las bestias… aquellas insondables abominaciones salidas desde el mismísimo infierno.
¡Dios! ¡Me falta el aire! Y el susurro… aquella voz oprimente, no deja que mi cabeza descanse en paz. Nunca lo hará, no después de haber perturbado aquella gente que solo cumplían con sus paganas obligaciones. Fui muy estúpido al haber interferido hablando de mi Dios y de lo equivocados que estaban.
Por haber detenido sus deberes, cumplo con este castigo de ser perseguido para luego ser devorado. ¡Dios, auxilio! ¡SÁQUENME DE AQUÍ POR FAVOR! ¡No quiero morir! Llevo días escapando de ellos. Que digo días… semanas ¡Meses! Y quizás… solo quizás, se conviertan en años.
Este laberinto es interminable. No logro descifrarlo. ¡No puedo encontrar la maldita salida! ¡SÁQUENME! ¿Son ellos? Han llegado ¡Han llegado, me han encontrado! Ja… jajjajajaja. ¡AAHJJAJAAHAHA!


— Doctor, ¿le parece si comenzamos por el tórax? — peguntó la ayudante del forense. — No lo sé, todavía no puedo descifrar bien la causa de su muerte — el médico se detuvo unos segundos y volvió a examinarlo.
— ¿De dónde me dijo que vino este cuerpo?
— De Haití. Estaba con un grupo de vacaciones y desapareció varias semanas. — Contestó la mujer. — Bueno, no importa… procedamos con la autopsia — El médico forense acercó el escalpelo, pero se detuvo unos segundos antes de cortar el cuerpo. Miró a su ayudante.
— ¿Haití no es la famosa tierra del Vudú?

Fin
3/12/07

Gritó tanto que...: Por Sutter Kaihn (Diario Hoy)

Fue cuando estuvimos en aquel invernadero, allí en las afueras de la ciudad platense. Era un campo bastante extenso, donde habíamos decidido ir con mi hermano Esteban. A él el campo mucho no le agradaba. Solo que debíamos visitar a nuestra querida abuela y siempre rezongaba por ello.
— Necesita ayuda a veces… — le dije para compensar su aburrimiento. — ¿Tareas de campo? Siempre las odié. — Se quejó Esteban en su afán de volverse a casa. — Dijo que nos esperaba en el invernadero, pero lo que me parece un poco extraño… es que el abuelo no salió a recibirnos. — Dije extrañado.
Mucho no le interesó a mi hermano; quizás no estaba en la casona, o fue de compras al pueblo. — Me da lo mismo. — Se volvió a quejar, — la abuela espera… — lo miré como desentendido. Esa mañana no sería como todas; algo presentía en Esteban. Por lo menos, a mí me parecía un poco extraño.
El invernadero se veía enorme; parecía bastante abandonado ya que la abuela, no había trabajado dentro de el por culpa de su vejez. Las hierbas sobresalían por la entrada, los pájaros entraban y salían como querían. Muy lindo no estaba, precisaba mucho trabajo duro. — ¿Te parece que tengo ganas de entrar? — Preguntó Esteban con las manos en los bolsillos.
— No sé, todo depende de cómo quieras a la abuela. — Dije mirándolo fijo, — yo la quiero… — Aclaré, — no sé vos que opinás. — él quedó pensativo, miró la entrada y se dirigió sin palabras. Allí dentro, estaba ella. Tenía una herramienta en su mano y la mirada casi perdida.
— Probé de todo… — murmuró entre dientes, — pero nada parece funcionar. El viejo también trató un tiempo, pero se hartó. Nada sale bien en este invernadero maldito. — Terminó por decir. Noté que la abuela no se sentía bien. — Dediqué tanto tiempo en este lugar, que olvidaba las demás cosas de la casa. No sé porqué este lugar ya no es como antes. Tenía tantas flores, tanta vida… y ahora está tan, pero tan muerto, — dijo la vieja tratando de arrodillarse y comenzó a remover la tierra con su herramienta.
Tratamos de acercarnos a ella pero sin previo aviso, notamos una lágrima que recorría lentamente su blanca mejilla derecha. — Hasta llegó a gritarme… — dijo con la voz gastada y nerviosa, — llegó a gritarme… gritó tanto que…
— Abuela. — Dije con dudas, — ¿estás bien? El abuelo no salió a recibirnos.
— Me gritó mucho. — Contestó sin escuchar y mientras seguía removiendo la tierra floja, una mano avejentada sobresalía de allí. Nunca dijimos nada de lo sucedido esa mañana. Jamás lo haríamos.
Amamos a nuestra abuela.

Fin
17/12/07

Un gruñido en la tormenta: Por Sutter Kaihn

Todavía puedo sentir ese pestilente olor a perro muerto, flotando en aquel galpón de paredes adobadas y pintadas con cal. No recuerdo bien cuantos tenía en ese entonces; creo que unos ocho o diez años supongo. Mi familia siempre tuvo la fama de ser muy numerosa, sobre todo la parte de mi padre. Como toda familia de campo, nos apoyábamos mutuamente para lograr que la cosecha rindiera sus frutos. Mi madre dirigía en la zona de los viveros, donde se cultivaban ocho especies diferentes de flores en modestos plantines. Estas después eran vendidas por los locales del conurbano bonaerense.
La floricultura, le servía de escape para las demás tareas pero después de aquella noche fatal, nunca fue la misma. A papá también le afectó bastante; mucho no desea hablar del tema. Primero, comenzó con las extrañas desapariciones de unos perros que solíamos tener. Después con algunos conejos y gallinas.
Naturalmente y como siempre, colocábamos las trampas para posibles alimañas… como comadrejas, ratas y demás cosas peludas. Lo más extraño, era que las desapariciones continuaban sin la menor captura, así que llegamos a pensar en la posibilidad de algo peor. Una persona maliciosa, claro. Por la zona abundaban los bandidos rurales, sin embargo hoy por hoy, la seguridad es muy distinta que en aquellos tiempos.
Siguen habiendo bandidos, pero en menor grado. La comunicación es diferente, todos tienen radios y teléfonos para que la policía o la gente de la fauna, intercedan con más rapidez. Esa noche de verano, se había puesto insoportablemente pesada. El calor que brotaba de la tierra, podía verse en la luz de la gran lámpara que pendía de un delgado poste de cemento cercano al gallinero. La ubicación de los animales, era bastante amplia como para albergar más de cien ponedoras en pequeñas jaulas.
Papá no quería que lo acompañase en aquella noche pesada y con el cielo a punto de diluviar. Unos enormes rayos, enloquecían entre las nubes negras y amenazantes. Sin embargo, me las ingenié para salir de la casa sin que mi padre me viera.
Tenía tantas ansias por saber quien o que, estaba saqueando nuestro sagrado gallinero. Me deslicé entre algunas plantas, pasando el tractor que estaba cercano en la parte trasera de la casa. Creí haber sido sigiloso, pero mi estupidez y el miedo a la explosión de un trueno, provocó que arrojara un balde de metal.
No sé por que… pero los tambores del cielo indujeron esa extraña magia, que afectó mi corazón con un terror desconocido. Algo tan poderoso que jamás nadie haya sentido.
El gallinero estaba más y más cerca, traté de escuchar si mi padre murmuraba alguna frase exitosa por haber atrapado algo, pero ni siquiera eso. Solo predominaban los truenos. La enorme lámpara se tambaleaba con el viento; la luz proyectaba varias sombras a su alrededor. Iba y venía sin cesar. Pude ver a mi padre que pasaba caminando con la escopeta en sus manos, gruñendo maldiciones y bordeando el galpón para hacer su vigilia incesante y desesperada.
Sin embargo como en todas las tormentas, la electricidad se vio afectada. No fue mucho problema para él, estaba equipado con su linterna. Traté de acercarme un poco más sin que papá me viese; pensaba en aquel momento, que podría recibir una paliza de su parte si me encontraba husmeando por allí.
De eso estaba seguro. Un sonido seco emergió dentro del gallinero. Como si el tejido de alambre, fuese sacudido por una gran fuerza. Las aves cloquearon y fue en ese entonces, que él decidió ir a por el ladrón. Gritó una orden de alto pero a cambio de eso, un profundo gruñido brotó de allí helando mi cuerpo.
El as de luz, se dirigió al último rincón del lugar y con la ayuda de la blanca electricidad de los rayos, proyectaron una figura monstruosa y enorme con orejas en punta. — ¡Fuera! ¡Fuera perro! — gritó mi padre. Pude notar que el tono de su voz estaba opacado por un lánguido terror, después de encontrar eso que estaba allí dentro.
— ¡FUERA TE DIJE, CARAJO! — reiteró y una detonación se escuchó por fin. El animalejo se quejó. Parecía ser un perro cimarrón bastante grande. Mi padre, salió por la entrada del galpón retrocediendo lentamente sin dejar de apuntar hacia dentro. Unas manos se posaron sobre mis hombros sorpresivamente; traté de gritar… pero ella me cubrió la boca rápidamente. Se trataba de mi madre, me había seguido cuando escuchó el ruido del balde, el cual arrojé por accidente. — No podés estar acá hijito. Dejá que tu padre se encargue… — susurró en la tormenta.
— ¡Norma, Antonito! ¿Qué están haciendo? — dijo mi padre y pude ver su rostro pálido y marcado por el terror. — ¡Váyanse por el amor de Dios! ¡TRABEN LAS PUERTAS Y LAS VENTANAS! — El gruñido, emergió otra vez parecido al de un motor de ocho cilindros. Mi padre se apartó de allí rápidamente, entonces vi esos ojos reflejados desde la alambrada. Unos ojos grandes y amarillos. Mi madre también los había visto y contuvo el grito con todas sus fuerzas. Otra detonación, hizo que el gallinero se revolucionara y la bestia bramó una vez más.
Pero para sorpresa de nosotros, el animal saltó con tanta fuerza que aplastó la alambrada tejida como si fuera de papel. Un cuerpo enorme parecido al de un oso y con abundante pelo, quedó agazapado en el suelo frente a nosotros con sus enormes ojos fijos y brillantes.
Era un perro mucho más grande que un San Bernardo o un Gran Danés; Más bien… parecido a un Ovejero Belga más grande de lo normal. Un perro enorme y negro, que despedía un olor increíblemente insoportable. Jamás había visto cosa semejante. Mi padre intentaba recargar la escopeta con más cartuchos, pero el pulso tembloroso se lo impedía.
El terror no lo dejaba obrar con libertad, pero así y todo no dejaba de quitarle los ojos de encima. Las primeras gotas cayeron cálidas sobre nuestras cabezas; después se convirtió en un aguacero pesado. — ¡Fuera bicho! — gritó mi padre con pánico y apuntó nuevamente. Las cosas se estaban saliendo de control para él.
Era la primera vez que lo veía así. Siempre tuve su imagen de hombre fuerte, que nunca demostró miedo ante ningún animal salvaje que se le cruzase. Pero esta vez no fue así… esto era nuevo para él. Para mi madre y para mí también.
Era algo que nuestros ojos jamás habían visto, pero eso no fue lo peor. Ese animal… lo que se suponía que era un perro salvaje, SE IRGUIÓ ANTE NOSOTROS adaptando una postura casi humana. Lo que parecía ser un enorme perro, huyó en la oscuridad de la tormenta… en dos patas.

Fin
18/12/06

Querido amor no correspondido (Diario Hoy)

Día 3, mes de abril del año 1998

Al queridísimo Padre Fernando:

¿Me recuerdas? Soy yo, Eliana… aquella muchachita con la que has sufrido, por aquel amor prohibido del que tanto te hostigaba. Esta sería la segunda vez que te escribo, ya que nunca has contestado mi primera carta.
Lo que pasa, es que aún te extraño y ese amor que siento hacia ti, se está desvaneciendo de a poco. Cuesta mucho, pero es así. Solo necesito más tiempo… eso es todo.
¿Cómo estuvo el regalo que te envié? Supuse que te gustaría muchísimo, un pastel horneado de carne, acompañado por un vino de marca refinada. Que extraño; pensar que antes no tenía acceso a ese tipo de cosas y ahora que he progresado gracias a tu ayuda, tengo un auto y una casa digna.
El problema fue que… Bueno; tú sabes. Después de tanto tiempo, tendrías que enterarte de toda la verdad. Querido Fernando, eres padre de un hermoso hijo varón y se llama Miguel. Mi pequeño miguel… Tantas cosas pasé por él y a pesar de que nunca ibas a reconocerlo, hice todo lo posible por superarme y poder criarlo.
En la diócesis de Capital Federal, jamás hubiesen permitido que un cura, se hiciera cargo de un hijo nacido por medio de la tentación del demonio. Como siempre me decías: “Esa semilla del mal, el fruto del pecado”. Pero jamás se te ocurrió nombrarlo Hijo. Muchas pisadas tuve que soportar por parte de la iglesia.
Aguanté el embarazo y trabajar en aquel lugar, donde me habías abandonado para no darte vergüenza. Sin embargo, en aquella quinta de rehabilitación, pude aprender un oficio y progresar.
Eso no te lo voy a discutir… todo lo contrario. Te estoy muy agradecida y como prueba de eso, el misterioso paquete que hace una semana te había llegado a la capilla, fue un presente mío. Imagino que esa carne tan deliciosa, fue degustada con aquel vino tan refinado y dulce.
Solo que hay un pequeño detalle. Miguel, el niño del cual jamás quisiste hacerte cargo y que por culpa de la iglesia, no permitió que tuviéramos una felíz vida de pareja normal, deberá ser aceptado por ti. Tendrás que quererlo aunque no lo quieras, porque así como tú me lo has dado, YO TE LO HE DEVUELTO.
Espero que lo hayas degustado con aquel vino refinado de misa, querido amor no correspondido. Espero que lo hayas recibido, con la misma devoción que pones en cada misa que realizas.

Adiós.
Fin
20/11/07

Sobre la ruta once: Por Sutter Kaihn

Había una niebla bastante espesa… por eso tuve que detenerme sobre un costado de la ruta. El problema fue que en aquel mal momento, había olvidado el críquet en mi casa. Intenté pedir auxilio a los coches que pasaban, pero solo recibía la típica y cruel ignorancia de la gente. Últimamente, no es de fiar bajar a un costado de la ruta para auxiliar a alguien; muchos robos y asesinatos, lo ponen a uno un poco paranoico. Pero en este caso, fue mucho más fuerte lo que experimenté, al descubrir porque tenía una rueda baja.
No solo eso… Primero pensé que esa cosa enredada en el neumático, se trataba de una especie de zorrino. Era una deforme masa gelatinosa, con un olor más que desagradable.
Tampoco parecía una comadreja; eso también se me cruzó por la cabeza, pero carecía de patas. No podía encontrar sus ojos y boca. No hasta que los mostró. Eran rojos… poseía varios de ellos. El temor me invadió desde un principio; realmente nunca había visto semejante error de la naturaleza. Además me sorprendió que siguiera vivo, después de haberlo arrollado con mi camioneta.
Busqué una rama del suelo, para tratar de separarlo del neumático; sin embargo no pude encontrar mucho. De alguna forma tenía que soltarlo. Esa cosa alargada, parecía una sanguijuela gigante.
Intenté sacarlo de una patada, pero retrocedí espantado al escuchar un penetrante chirrido, salido de esa masa oscura de carne pegajosa. Desesperado, saqué mi celular para poder llamar una grúa, y salir lo más rápido posible de aquella situación escalofriante. No tenía baterías suficientes; podía recibir llamadas, pero yo no lograba comunicarme con nadie. Quise mandar un mensaje de texto a mi mujer que estaba en casa, pero de pronto, así como si nada… el aparato se apagó.
— ¡Auxilio! ¡Alguien que frene por favor! — comencé a gritar, agitando los brazos a los pocos autos que pasaban. La angustia me invadía solo por pensar, que ese bicho pegado a la rueda, en algún momento saltaría sobre mi rostro. La ruta once parecía tan desolada. Recordé en ese momento, que en las películas cuando alguien tenía una sanguijuela pegada al cuerpo, se las sacaban con un cigarrillo encendido. Entré a la camioneta y busqué en la parte trasera, una vieja escoba que tenía para tirar a la basura.
Mi cuerpo temblaba… y no por el frío de la madrugada. Alcé mi vista y pude ver que también tenía el bidón con nafta, que siempre tengo para emergencias. Rocié un poco la escoba y saqué mi encendedor, mientras que podía escucharse un mórbido chapoteo.
Un sonido chicloso que hacía erizar mis cabellos del terror. Cuando fui hasta la rueda con la antorcha, la cosa ya no estaba.
El neumático, había quedado empapado con una baba marrón. Cuando olí aquello, me dio arcadas. No podía acercarme mucho. El rastro continuaba por debajo de la camioneta, entonces decidido, me agaché para quemar el invertebrado mutante.
Creo que lo último que recuerdo… fue su boca abierta sobre mi rostro. Se ocultaba debajo del guardabarros. Emitía un extraño murmullo; como el ronroneo de un gato, pero era más gorgoteado. Y el otro sonido… El de la succión. Aún lo sigo escuchando. Lo tengo dentro de mí. Ahora supongo que está creciendo, mi vientre se ve hinchado y se mueve. Duele muchísimo cuando hace eso; está creciendo mucho y en cualquier momento, va a tener que salir si o si. Pero lo voy a estar esperando con mí revolver. Lo voy a esperar.

Fin
18/11/07

El horror es belleza: Por Sutter Kaihn

Desde que había cumplido mis quince años, mamá siempre fue exigente teniendo esa obsesión por mí figura. El ser una modelo de la nueva juventud, nunca fue fácil para mi vida. Tampoco para ella.
Siempre estaba allí, cuidando los detalles más importantes. Eso quizás, marcó en mí un leve desequilibrio, el cual me hizo entrar al hospital psiquiátrico por un largo tiempo.
Ahora que más o menos logré sobrellevar el trauma, puedo contarles la real razón.
Ya no me preocupan las dietas… Siempre tenía que aguantarla: “No comas esto, no tomes de lo otro” ¿Habría sido el motivo, por el cual casi pierdo la frágil mente que manipula mi cuerpo? Ya no me interesa. Sinceramente, no creo que haya sido por eso. Ahora les cuento el porqué.
Recuerdo que mi cerebro quebró, después de haber cumplido los dieciocho años de edad. Mamá, se había preocupado en hacerme un regalo muy especial. Calculé que era una nueva dieta o simplemente, otra efectiva máquina para hacer ejercicios.
Tal vez maquillaje demasiado caro… No fue absolutamente nada de eso. Recuerdo muy bien lo que me dijo: “Hija, pronto tu regalo se hará descubrir”
Aquel fatídico día de mi nacimiento, se inició el lapso de un horror inimaginable para cualquier mujer. Mucho no había entendido lo que había dicho, sin embargo, esa noche sentí que me ahogaba; fue una sensación espantosa.
Al pasar los días por extraños motivos, tenía la sensación de cómo por arte de magia, mi cuerpo había bajado algunos kilos. Utilicé la balanza y pude corroborar, que había perdido peso. Primero me puse felíz, pero después… comprendí que era imposible.
Aquel día en vez de pesar 73, pesaba 56. Me pareció más que imposible, entonces me horroricé.
Y así pasaron las semanas, luego fueron meses. Mi cuerpo estaba cada vez más y más flaco; los huesos de mi cara se marcaban, al punto de parecer un cadáver viviente.
Todos pensaban que se trataba de una simple bulimia, pero se equivocaban. Yo había pensado lo mismo, pero si fuera así, después de las comidas tendría que haber vomitado varias veces… Y NO LO ESTABA HACIENDO.
Pronto descubrí, que mi vientre comenzaba a hincharse. Mi temor creció más que antes. Le rogaba a mi madre de ir al doctor, pero ella se negaba. Mi desesperación progresaba con el paso del tiempo, al sospechar que lo hacía apropósito.
Algo se traía entre manos. Después de un lapso de varios meses, “El Regalo” se hizo presente. Mi madre mientras yo me retorcía del dolor sobre el suelo, me contaba con suma tranquilidad que en los siglos anteriores, las mujeres más excéntricas recurrían a un animalejo muy particular para bajar de peso sin el menor esfuerzo.
Me arrastraba hacia el baño con fuertes dolores en la zona baja. Parecían puntadas hechas con una cuchilla y eran contínuas, espasmódicas. — Quizás es tiempo de que el cuerpo la rechace… Pero no te hagas problema, puedo conseguir OTRA. — Dijo ella con una sonrisa que en realidad, semejaba más a la mueca de una psicópata.
Utilizando todas mis fuerzas, subí al inodoro y sentí un insoportable dolor entre los glúteos. Dirigí mi vista hacia abajo y la sangre se hizo visible. Peor lo que siguió… desgarró mi mente.
Grité y grité sin parar; mi rostro se deformaba del dolor y el espanto, cuando vi ESO salir de mi ano. Era algo pegajoso y alargado que con movimientos convulsionados, se enredaba entre mis piernas.
Y esa cabeza… solo contaba con cuatro orificios. Tres de ellos parecían ser sus ojos y el que quedaba habría de ser su boca. Parecía una especie de parásito con forma de anguila.
— ¡¡Es una lombriz solitaria!! Felíz cumpleaños hija querida. ¡Felíz, felíz cumpleaños! — gritó la demente. Entonces vi que ya no era la misma; echó a reír. Reía y lloraba, pero no sabía si era del horror… o de la emoción de verme más flaca.

Fin.
4/10/06

Epitafio: Por Sutter Kaihn

Pasó por el umbral del gran portón del cementerio y saludó al portero quien le propinó una leve sonrisa. — Vuelva pronto… Lo vamos a estar esperando — dijo como una paradoja cómica, pero a su vez escalofriante. — Puede ser; recuerde guardarme un nicho, las fosas comunes no me gustan, — contestó Matías y caminó pocos metros.
Sin embargo antes de alejarse, escuchó una voz que le pareció conocida. Al voltear vio que se trataba de Antonia Juárez. Una ex compañera de secundaria que no veía hace ocho años, después de su ingreso a la facultad.
Era una muchacha de negros cabellos, sonrisa elocuente y los ojos más hermosos que nadie pudo contemplar jamás. Solamente su novio Rodrigo; un muchacho altanero y mujeriego. Sin embargo ella lo quería igual a pesar de varios engaños.
— ¿Me llamábas? — preguntó el joven.
— Soy yo Matías, ¿no te acordás de mí? — dijo ella.
— ¿Antonia? ¡No puede ser! ¿Qué contás tanto tiempo?
— Y… ya ves — contestó ella con un papel sobrante en la mano, señal de que había dejado flores. — ¿A quién has venido a visitar? — preguntó Antonia aminorando la sonrisa.
— Mi abuela, hace tiempo ya…
— ¿De qué murió?
— Cáncer — contestó Matías — ¿Y vos a quién visitas?
— ¿Te acordás de Rodrigo? — preguntó ella con voz ominosa.
Matías hizo una pausa de segundos y después reaccionó.
— ¡No me digas!, ¿cuándo fue? ¿Qué le pasó?
— Lo mataron, pero igualmente el caso ya está esclarecido — contestó la muchacha con el rostro triste. — Bueno, me alegró un poco verte… Te ves muy bien a pesar de los años.
— Gracias… — contestó Matías, atónito por la noticia. — ¿Querés que le deje un par de flores también? — preguntó amablemente.
— Nos gustaría muchísimo — dijo ella sin voltear, y se alejó perdiéndose entre la multitud hacia la vereda frente al cementerio.
Él quedó pensativo un par de minutos. “A ella le gustaría ese detalle” y volvió dentro de la necrópolis. Solicitó la información de la lápida y caminó por los pasillos de los nichos. Estaba decidido a dejarle flores a Rodrigo solo para quedar bien con ella. El olor de las flores putrefactas, se tornaba insoportable a su paso.
Cada vez que intentaba no respirar, podía ver como el viento deshojaba los flácidos adornos y las ramas secas. Pero al llegar a la placa, leyó otro epitafio más, cerca del difunto:

ANTONIA JUÁREZ
1983 _ 2003
TU FAMILIA PERDONA EL
ERROR DE SUICIDARTE.

Quedó pálido del terror… y dejó caer las flores sin emitir palabra alguna.

Fin.
26/8/06

La Herencia: Por Sutter KAihn


Germán se había perdido. Definitivamente, nunca supo como manejarse dentro de un bosque tupido. Anteriormente, cuando era chico y vivía saliendo de la ciudad, los viejos paisanos le contaban que por la zona de Correa o Rauson, caminaba un misterioso anciano guardián de lo oculto.
Casi siempre no dormía, después de escuchar testimonios desgarradores; personas que no regresaban jamás y cosas extrañas encontradas en las cercanías de los pueblos, como amuletos y pedazos de… vaya a saber que cosa.
Nunca se sintió cómodo, después de escuchar aquellos relatos tan cargados de misterios y aparecidos. Pero se sentía mucho más incomodo, si se los contaban de noche.
Esa tarde, se había desviado bastante de su curso solo por perseguir un armadillo. El hambre lo carcomía desde temprano. Tuvo que partir de Capital Federal.
Su vuelta de la gran ciudad, se debió a la enfermedad de su madre. Esto lo obligó a llevarle remedios a la pobre mujer. Siempre llevaba una onda que tenía desde niño cuando paseaba por el campo. Fue un regalo de su padre cuando cumplió once años. Igualmente, su puntería no fue buena hasta cumplir los veinte.
El armadillo había quedado herido, pero emprendió su fuga con maestría aun en ese estado. Cuando terminó el rastreo de unos veinte minutos como, encontró el animalejo herido junto a los pies de… lo que parecía ser un viejecito.
Sus vestiduras, no aparentaban ser muy actuales que digamos. Solo una suerte de manto emparchado con distintos trozos de telas y una capucha bastante amplia, al estilo del medio evo.
El perfil, terminaba con una sucia camisa y alpargatas bastante desgastadas; el muchachito lo miró fijo y procedió a saludarlo con amabilidad. El anciano hizo lo mismo, pero extrañamente, no dejaba de quitarle la mirada al pobre animal herido, por el hondazo del hambriento citadino.
Lo levantó del suelo y ante la atónita mirada de Germán, con sus arrugadas manos, le curó mágicamente. Naturalmente, el muchacho se sorprendió al ver semejante acto de incomprensible milagro.
El viejo, le dijo que se llamaba Juan. Pero la gente, antiguamente lo apodaron “el Caburé”. Le preguntó si estaba hambriento y él respondió que si con más asombro. El viejo Caburé lo invitó a comer y este aceptó con gusto, pero le explicó que no debía de tardarse mucho. Su madre estaba esperando los remedios que tenía que entregarle.
La casa del anciano, no pareció estar muy lejos. Habían llegado rápido, a pesar de haber entrado a las enormes malezas y otros árboles enredosos, que dificultaban bastante la visión.
Cuando llegaron, este le ofreció entrar en una casucha decaída. No era mucho, pero el refugio contra el frío estaba bien; había una salamandra encendida con carbón y sobre ella, una caldera mediana con supuesta comida en su interior. Era un recipiente de metal fundido, como las que antiguamente, utilizaban los druidas o las brujas. Eso a Germán, le llamó bastante la atención.
Disimuladamente le preguntó de donde la había adquirido, pero el viejo, se limitó a seguir revolviendo su contenido espeso y misterioso. Le sirvió comida y así pasaron las horas. Sin embargo, Germán sabía perfectamente que era hora de volver a la casa de su madre, pero por una especie de embrujo desconocido, sentía que no quería irse.
No dejaba de escuchar aquel anciano tan sabio, tan curioso.
Sus palabras, adquirieron un extraño peso en sus ojos, en su mente. Deseaba más información; sus ansias de seguir escuchándolo, lo atrapaban como una enorme garra invisible sin dejar que se moviera de su lugar.
Comía y lo escuchaba. Bebía de su vino que por cierto, era dulce y tan refinado como el que se utiliza en las misas.
Entonces, el anciano se levantó del lugar y le trajo un enorme libro grueso y empolvado. Germán ya no distinguía la noción del tiempo; solo prestaba oídos al vejete, que lo envolvía con su poderosa prosa maléfica, salida de aquel extraño libro.
El idioma al principio no se entendía mucho, pero a medida que lo seguía escuchando con atención, las palabras mágicamente se aclaraban y su cerebro comprendía todo. Sin que lo notase, todo lo que el Caburé leía… se entendía a la perfección.
Era como si algo lo poseyera para poder entender y… aprender. Por sobre todo eso, aprender del maestro.
Su mente, volvió como una ráfaga helada sobre su nuca. Su cuerpo estaba distinto y su mente, daba giros incalculables. Se sentía sumamente mareado. Sus ojos ardían y las manos le temblaban.
Cuando quiso acordar, miró el bolso con los remedios para su madre y llevó sus manos al rostro. Sin embargo, notó algo escalofriante. Su barba había crecido en forma impresionante — ¿Cuánto tiempo estuve aquí? — Se preguntó aterrorizado.
Dirigió la mirada al anciano…y comprendió que por el hedor pestilente, estaba muerto.
Sin embargo, Germán sabía todo. Los hechizos, las fórmulas de pociones y demás cosas importantes, para ser el mejor hechicero de magia negra y blanca. Entonces, lo único que pudo hacer en aquel momento después de despertar, fue quedarse a vivir en aquella casona derrumbada por el tiempo maldito.
Ahora sería su morada; ahora él… había heredado los poderes y la sabiduría del brujo.

FIN.
15/8/06

EL llanto: Por Sutter Kaihn

Le había dicho a mi señora que la habitación del fondo en aquella casa, no me inspiraba mucha confianza. Pero ella la quiso igual.
Hacía un par de meses que nos habíamos mudado, y las cosas apenas estaban comenzando para nosotros. Felizmente casados, solo pensábamos en el futuro que nos deparaba. — Espero que se sientan cómodos aquí. —Dijo la señora que nos había vendido aquel viejo caserón. Decían que pertenecía a un caudillo muy importante de los años coloniales.
Sin embargo, muy bien conservada no se encontraba; tuvimos que hacer muchas reparaciones. Sobre todo las del baño y la cocina. Esa no es la peor parte… Solo estaba aquel desquiciado detalle que destrozaba mis nervios noche tras noche.
Ese llanto espantoso que escuchaba de vez en cuando, no nos dejaba en paz. Mi mujer con el correr de las semanas no soportó más, así que fuimos obligados en averiguar por donde provenía aquel llanto ominoso y desconcertante.
Parecía un maullido ahogado. Algunos sonidos también lo acompañaban; eran pequeños arañazos. El rastrillaje fue certero pero ni rastros de aquello que lloraba. Eso que no nos dejaba en paz, seguía su lenta agonía sin que pegáramos un maldito ojo.
A lo mejor fue por eso que aquella señora, nos vendió la casa tan rápido y sin trámites complejos. — Querido, yo no aguanto más. — dijo ella mientras trataba de tomar calmantes. — Entonces, la solución sería que nos mudemos… — dije convencido.
Pero era una casa demasiado hermosa para abandonarla; no queríamos darnos por vencidos. Nos quedaríamos hasta resolver el problema que nos acosaba.
Una noche no aguanté más ese maldito lamento; eran las tres de la mañana y aquellos gemidos destrozaban mis nervios lentamente. — ¡Basta por Dios! — grité desquiciado.
Caminé hacia la pared cercana a la cama, y golpeé sobre ella con mis puños para que ESO, callara de una vez.
Sin embargo por un momento, pensé haber enloquecido. — ¿Hay alguien ahí? — se escuchó del otro lado. Mis ojos se abrieron muy grandes, creí que estaba alucinando.
— ¡Sáquenme! ¡Sáquenme por favor! — dijo la voz ahogada.
Mi mujer despertó asustada; traté de tranquilizarla pero era en vano. Un ataque de histeria la cubrió cuan manto de arañas desquiciadas, que envolvieron con sus telas el cerebro de mi amada.
El llanto, pronto se convirtió en un grito. Eso fue la gota que rebalsó el vaso.
Fui al galpón del patio, saqué una masa grande que tenía, me dirigí nuevamente a la habitación y descargué golpes enloquecidos sobre la pared. — ¡CALLATE DE UNA VEZ! — vociferé demente.
Un pedazo grande cayó cerca de mis pies y allí estaba. Era una momia… un viejo y empolvado cadáver con un vestido antiguo de mujer. Para ser exacto, un vestido de sirvienta. Pero lo más escalofriante estaba en el fondo de ese ajustado hueco. Eran las marcas de los arañazos, señal de que ella había sido emparedada viva.

Fin.
4/9/07

El parásito. Por Sutter Kaihn (cuento premiado por el Diario Hoy)

Hace tres meses que estoy así doctor, no entiendo porque me siento cada vez más y más débil. Ya casi no tengo fuerzas para abrir la boca y respirar con profundidad. Solo me abstengo a mirarlo de esta forma; mi piel esta demasiado pálida y… ¿Usted que piensa de esta extraña enfermedad?
Solo intento balbucear cosas. A veces trato de incorporarme, pero es inútil. Todo empezó con un desmayo por presión baja. A veces, los viejos como yo ya no podemos ni con nosotros mismos. Mis hijos me han traído hasta este hospital, mientras que mi pobrecita esposa… que en paz descanse, se debe estar retorciendo de la tristeza para que yo no muera y siga viviendo.
En fin. No sé porque en estos meses estuve empeorando doctor. Mi cuerpo parece de plomo y mi vista está borrosa. Hace poco tuve una extraña pesadilla; soñé que una horrenda criatura se alimentaba de mí… DE MI SANGRE. Era espantosa. Tenía una boca pegajosa y mal oliente llena de dientes pequeños. Con un par de ojos que parecían de un loco desquiciado.
¿Usted ha soñado algo así de escalofriante?, ¿alguna vez sintió tanto pavor, al saber que una criatura de naturaleza desconocida, se alimenta de usted? Yo no, esta fue mi primera vez y le confieso que sentí muchísimo miedo. Algo así no se sueña todos los días; dicen que a veces, la mente humana experimenta pesadillas después de haber visto una película de terror, o después de leer una novela del mismo género.
Pero yo jamás recuerdo haber visto películas de horror, ni haber leído algo así. Jamás me interesó. Bueno, creo que pensé demasiado hoy… Estoy cansado y necesito dormir.
Si, se tiene que ir. Ya que se va… ¿Podría traer algo que me reanime? No sé, cualquier cosa. Necesito salir de este hospital. Nunca me gustó estar aquí, siempre odié estar en una cama todo el día.
No puedo estar sin hacer algo, aparte quiero ver a mis hijos, mis nietos. Extraño a mi gente y no puedo vivir sin ellos. Es lo único que tengo, después de que mi mujer muriese en aquel fatídico accidente. Está cruzando la puerta… se fue. Bueno, supongo que vendrá en algunos minutos. Lo que me queda por hacer en este momento, es mirar por la ventana.
Veo los pájaros que se posan sobre la ventana, puedo escuchar el sonido de los árboles, de los autos. La gente que viene y se va; hay muchas cosas para escuchar como el aviones, tormentas. El correr de un manantial. Odio la civilización, yo me crié en el campo como todas las familias que llegaron a este país. Recuerdo la casona donde vivía, allá en 157 y 62, pasando los barrios de ahora. Antes no habían tantas casas y… ¡No! Se han volado los pájaros, necesito verlos. Me hace recordar mucho mi vieja casa. No quiero que se vayan… ¿los han espantado?
Si, claro, es el doctor. Vino para traerme algo supongo ¿Qué es lo que me trajo señor? ¿Qué es eso? Ah, es una jeringa. Odio las inyecciones. ¿No tiene pastillas o algo así? Pero doctor… esa jeringa ESTA VACÍA. ¿Qué está haciendo? No… NO. ¿¡ME ESTÁ SACANDO SANGRE DOCTOR?! ¡¡LA ESTÁ VACIANDO EN UN VASO!! ¡¡SE LA ESTA TOMANDO!! NO POR FAVOR NO… ¿USTES SE ESTÁ ALIMENTANDO DE MÍ? Y… esos ojos… esa mirada como en el sueño. Usted es… la… criatura…

Fin.

El Sapo Por Sutter Kaihn

— Es algo… como si pesara dentro de mi; quizás no tenga forma, quizás si. Hace un par de meses ya, que no puedo describir bien que siento. Es algo más de lo normal… antes no era así. Hasta se podría decir, que el odio se esta a apoderando lentamente de mí. Es como una ráfaga de sensaciones horribles, ¿alguna vez ha tenido eso dentro de usted? A veces mi cabeza no esta en su lugar. Ayer cuando me miré al espejo… no estaba.
Tenía otra cosa allí, no parecía ser un ser vivo. Simplemente estaba allí y lo único que pude hacer fue gritar y gritar.
Esa ráfaga, tiende a veces por aparecer en lugares inoportunos. Hoy por ejemplo cuando fui al supermercado, mientras estaba hablando con la chica de la caja, vi que sus ojos chorrearon un líquido marrón oscuro. Entonces sentí eso de nuevo; duele y mucho. Como describirlo. Es como si te metieran una aguja al rojo en la nuca. Más de una vez me desmayé, pero no en esta ocasión.
Fue ahí cuando LO VI. Era verrugoso y negro, con una enorme boca llena de colmillos y los ojos grandes como los de un pez enorme. Y ese chillido, me puso la piel de gallina. Dio un salto y… Dios. Nunca vi algo tan espantoso, algo tan… disculpe. Me siento un poco mal, necesito dormir otra vez. No más entrevistas por hoy; tengo miedo de que vuelvan. — dijo el anciano.
— ¿A que vuelvan?, ¿cómo es eso? — preguntó el detective. — Bueno, no siempre. Cuando duermo siento que se pasean por la casa. No sé cuantos son en realidad. — El detective se acomodó en su silla, mientras le hacía señas al oficial que lo acompañaba, invitándolo a retirarse.
— Cuénteme más sobre eso.
— Como empezar… creo que son sus crías. Muy horrendas por cierto; claro que usted estará pensando “este tipo está totalmente chiflado” Para que me voy a gastar en explicarle, si van a pensar que fui yo. — contestó el viejo, secándose el sudor sumamente angustiado. — Además no hubo ningún testigo que lo haya visto.
— ¿Usted dice de esa cosa? — Preguntó el detective.
— Si, EL SAPO.
— ¿Me espera un momento?, tengo que hacer un llamado. — El detective sacó un celular y se dirigió fuera de la oficina, sin quitarle la mirada al anciano que temblaba sin parar. Después de unos minutos, entró nuevamente sentándose en la silla giratoria.
— Bueno, sigo contando. Me viene siguiendo desde hace tiempo, cuando yo tenía unos cuarenta y cinco años, había realizado un viaje a Corrientes. Fue una invitación a pescar por parte de un amigo; es un vecino que tiene un taller mecánico frente a mi tienda de zapatos.
Desde hace tiempo tenía muchas ganas de ir a pescar allá pero nunca tuve la oportunidad y esa vez se dio. — contó el viejito. — Pero dígame, ¿por qué no me cuenta directamente lo que pasó? En definitiva… vayamos al grano. — Interrumpió el detective.
— Hacía muchísimo calor, no recuerdo que mes, pero estaba insoportable. Llegamos como a las dos de la tarde, y nos dispusimos a pasar el rato en la casa de unos parientes que tiene ahí. Ese lugar se llama Goya, parque San Ignacio. Primero me llevaron hasta algunos arroyos, para ver si abundaban las tarariras. Como las que sacamos eran un poco chicas, nos fuimos más adentro.
El problema fue que por la zona de los bajos, hay víboras que podrían tragarse un ternero. Así que tomamos otro camino. Éramos cuatro. Mi amigo Rodrigo, yo, el Papacho que es el padre y su sobrino Lionel.
Cruzamos por una zona donde se tenía que ir con muchísima precaución; mucho no había entendido, pero me dijeron que por ahí… moraban los VORÁ.
Pregunté que era eso pero mucho no quisieron explicarme. Dijeron que eso lo harían más adelante. No sé si fue para probarme o que, simplemente se abstuvieron de decírmelo; igualmente no insistí sobre el tema y solamente me dediqué a la pesca.
Lionel había llevado una fija, para poder atrapar peces estancados o los que nadaban confiada y lentamente por los pequeños arroyos del litoral. La selva Correntina está plagada de sorpresas, pero lo más escalofriante, fue cuando mi estúpida reincidencia de citadino dio muerte a un enorme sapo del tamaño de una pelota de fútbol.
No quise llevarlo conmigo, me daba asco. Yo siempre pensé que esos animales tan repugnantes, directamente no merecen vivir. Desde chico siempre me dieron pavor, no se porqué motivo. Pero siento un desmesurado rechazo hacia esos bichos infernales.
Desde la época medieval hasta los mediados del siglo dieciocho, se pensaba que los sapos eran transmutables con la brujería. En los aquelarres y demás reuniones, siempre había sapos, gatos negros y lechuzas.
En fin, después de asestarle un machetazo, lo aparté de una patada. Papacho me miró con mala cara, hasta que Rodrigo me murmuró: “Sos un estúpido, no tendrías que haberlo hecho”, — ¿por qué? — pregunté yo. “El Vorá…” contestó.
No dije nada, quedé pensativo mirando el sapo que se retorcía todo ensangrentado. Me dio arcadas, no quise mirarlo más. No podía, pero el sobrino de Papacho… hizo algo que yo no esperaba.
En realidad, no es tan sorprendente ver las actitudes de un jovencito que vive en el litoral. Se que son gente buena e inocente; este chico sacó una palita de supervivencia que yo tenía en mi bolso y cavó un pozo.
— No podemos dejarlo así, pobre bicho ¿Tengo razón abuelo? — dijo mientras hacía un pozo, que le calculé unos ochenta centímetros o un metro quizás.
Papacho, me cruzó una mirada que parecía despertar un cierto temor. Sin embargo, no vaciló en decir que teníamos que parar en aquel lugar, para poder acampar y quedarnos hasta el otro día.
Había caído la noche. Mientras que yo pude preparar una buena fogata, miré hacia el horizonte del lado del río. Es tan precioso… tan imponente.
El calor había bajado un poco por suerte; lo que más me molestaban eran los insectos. Se pusieron insoportables, así que me apliqué repelente. Igualmente parecía que no les afectaba en nada y me picaron bastante.
Rodrigo se me acercó mientras yo ponía un tronco grande sobre la fogata, — te lo vuelvo a repetir… No tendrías que haberlo hecho. — Sentí un escalofrío inmenso al escuchar eso. Parecía una sentencia de muerte, — ¿Tan complicado es matar un sapo cochino? — pregunté con sorna.
Me sentí enojado con aquel comentario absurdo.
— Esperemos no ocurra algo terrible — contestó él.
Parecía no pasar nada, la noche presentaba un espectáculo de sonidos varios. Insectos, pájaros nocturnos y otros animales que no sabía bien que eran. Papacho quedó mirando el fuego demasiado pensativo, mientras sorbía vino tinto de su vaso; todo tan tranquilo, pero al mismo tiempo tan lleno de vida.
La selva me hacía sentir una especie de magia, que rodeaba mi cuerpo con cada aroma de un árbol, cada sonido de animal.
El aire nocturno que venía del río, limpiaba mi cuerpo del estrés y la mala sangre, que siempre tenía que hacerme en la gran ciudad. La temperatura parecía subir por momentos, sin embargo, con el correr del viento parecía menguar.
El viento… ese aire extraño parecía jugarme bromas de algún tipo. Por momentos, escuchaba cosas que no estaban allí; era algo parecido a un grito o un rugido. Naturalmente me sobresalté. Pregunté que animal era, pero no supieron contestarme. Después dijeron que no lo habían escuchado. Sabían perfectamente, que ellos me estaban mintiendo. De alguna manera no querían decírmelo.

Frap… Frap… Frap.

Eran fuertes y precisos. ¿Pisadas tal vez? Pensaba; a lo mejor alguien que se acerca. Suelen pasar baquianos paseando por la oscuridad a esas horas de la noche, buscando carpinchos para cazar.
Frap… Frap… FRAP…

Cada vez estaba más y más cerca. Podía sentir que los demás, no querían hacer caso a ese sonido entonces no hicieron otra cosa, que meterse en la carpa sin decir nada. Cuando me di cuenta, estaba solo en la oscuridad; la fogata iluminaba mi cuerpo estremecido del espanto, por aquel sonido en la selva.

FRAP… FRAP… FRAP.

Tomé una linterna que estaba al costado de mi silla, y también el hacha corta con la que había cortado leña. Mis manos temblaban, mi respiración se dificultaba. En aquel momento pensé en el Sapo. El pobre animalito, el vomitivo anfibio que había destrozado con mi machete

FRAP… FRAP… ¡FRAP!

Entonces estaba ahí. Cayó una cosa negra y enorme delante de mí, justo cuando apunté con la linterna a unos matorrales. Estaba inflado como si fuera una balsa de caucho…y sus ojos. Eran enormes y amarillos; parecían dos farolas de una camioneta… Dios.
Nunca sentí un terror así. Estaba paralizado ante aquella cosa parecida a un SAPO. ¿Puede usted creerme? Cuando quise llamar a los demás, no podía abrir la boca. Comenzó a avanzar hacia mí con sus espantosas patas.
Parecía estar dispuesto a devorarme, así lo creí yo. Entonces cavilé nuevamente en el animal que había matado. Eso que estaba allí, intentó abrir sus fauces pero yo lo hice primero. Grité tan fuerte como pude y mi cuerpo cayó al suelo.
Los que estaban en la carpa, salieron tan rápido como pudieron con sus rostros estremecidos por mis gritos. Me encontraron en el suelo, pálido del horror. Temblando y balbuceando cosas incoherentes.
Me asistieron como pudieron, me dieron vino para reaccionar un poco y eso que yo no tomo. Pero creo que vacié más de un vaso aquella noche.
El Sapo había desaparecido y yo… a punto de morir de un paro cardíaco, pero ahí no termina la cosa. Después de volver a la ciudad, se tornó insoportable.
Recuerdo perfectamente cuando se cobró… cuando… No puedo, yo… necesito agua. ¿Tendría usted algo de agua por favor? — preguntó el anciano con sus manos temblorosas, mientras seguía secándose el sudor con un pañuelo.
El detective se levantó hacia la máquina expendedora de agua, y le dio un vaso de plástico.
— Tome, sírvase.
— Gracias… Es difícil lo que viene ahora. Es cuando tengo que decir, que ese animalejo del infierno se cobró su primera víctima. Era mi hija Victoria. Yo estaba… en casa esa noche. Había vuelto del trabajo.
Mi mujer se había acostado temprano; fue dos semanas después de que volví de Corrientes. Mi hija estaba despierta viendo la televisión y entré a la cocina.
Ahí fue cuando olí esa peste en el aire. Le pregunté a mi hija si se había muerto algo y se olvidaron de limpiar. O creo que mi pregunta fue: ¿Quién se murió acá?
Pensaba que ese olor provenía de afuera, entonces salí al patio para verificar si estaba en lo cierto. La noche estaba con luna llena, y el cielo resplandecía de estrellas.
Era un espectáculo increíble, pero ese momento se empañó cuando sentí un rugido gutural de ultratumba, proveniente debajo de la tierra. El suelo se movió ante mí y algo enorme salió lentamente… y esos ojos.
La misma criatura que había visto allá, estaba delante de mí otra vez bañada con la fuerte luz de la luna. Retrocedí pasmado de terror; el Sapo salió arqueando su bocota llena de dientes. Corrí hacia dentro de la casa y cerré la puerta con llave. Mi hija preguntó que ocurría pero no le contesté y de pronto, ese bicharraco destrozó la ventana. La decapitó limpiamente. Después de eso… desapareció.
Caí de bruces y me ahogué en llanto. Todo fue tan rápido, tan preciso. Mi mujer quien había despertado, al ver la escena emitió un alarido penetrante. Después de esa tragedia, murió al pasar el año. Yo quedé sumido a una depresión sin descanso. Todas las noches, recordaba esa cosa salir de la tierra. Igualmente, parecía estar persiguiéndome hasta el fin de mis días.
Una vez abrí la heladera, y salió una maraña de renacuajos saltando sobre mi cuerpo. Tenían el tamaño de ratas y ese olor. Aún sigo oliéndolo. Ese sapo no va a dejarme en paz nunca, ¡jamás! No después de haber matado esa criatura en Corrientes. Es el Vorá… ¿Entiende lo que le digo? Es real, tan real como yo y como usted.
También recuerdo la vez que yo estaba a punto de acostarme, y encontré sobre ella a ese Sapo del tamaño de una pelota de fútbol. Estaba mirándome, acusándome de su muerte; esa noche tuve que dormir encerrado en el baño, gimiendo y pidiendo por favor que se fuera de una vez.
Mis días y noches, se convirtieron en una pesadilla de nunca acabar. Siempre estaba ahí, hasta que empezó a cobrar víctimas inocentes nuevamente. Todo por haber acampado allí, ¿se da cuenta? Quizás papacho dijo de parar allí después de lo que hice, como una reprenda y que además, para que vea y conciba que no se debe matar un animal, ya sea por deporte o por el simple hecho de tenerles asco.
Pero no le tengo resentimiento, he aprendido que no se debe atentar contra la naturaleza. Ella es extraña. Es misteriosa; la selva tiene su hechicería propia, algo que el ser humano nunca va a entender. — Finalizó el anciano y sorbió nuevamente el vaso con agua. — Señor, ya llegaron — dijo un oficial de policía. — Que pasen entonces — contestó decidido.
Dos hombres de blanco, entraron por la puerta de la oficina policial. Uno con una jeringa y otro con una frondosa y exuberante camisa de fuerza. El anciano, se incorporó exaltado, pero después de mirarlos sin hacer el más mínimo movimiento, sonrió a duras penas. — ¿Vio? Le dije que no me iba a creer… Que idiota es usted. Está bien, no me voy a resistir. No me inyecten nada. — culminó y caminó hacia los paramédicos, quienes se lo llevaron con tranquilidad.

FIN.

viernes, 15 de agosto de 2008

Una enfermedad: Por Sutter Kaihn.

Las fotos de la policía me produjeron un cierto temor; era algo muy conocido para los médicos salvo por un detalle… Los cuerpos presentaban una deformidad nunca antes vista. — Disculpáme David, ¿pero de que se trata todo esto? Este cuerpo tendría que estar en la morgue de un hospital, no en la policía. ¿Qué hizo este tipo? — Le dije nervioso mientras intentaba cubrir mis fosas nasales ante semejante olor. — Eso fue lo que no te dije; allanaron su casa porque recibimos un llamado de emergencia. Cuando llegamos, esta “cosa” estaba… ¡Ag, por Dios! ¿Es necesario que te lo diga? — preguntó el forense con la cara estreñida.
— Necesito saberlo, el jefe me llamó para esto.
— Estaba regurgitando a su propio hijo.
Mi cara se deformó ante semejante testimonio.
— Se lo había comido… — contesté.
— Si, para después dárselo a su pareja. También la matamos, está en la otra camilla. — Contestó mucho más inquieto, abrió una carpeta con las manos temblorosas. — Hubo un par de casos más, hasta con decirte que los laboratorios no dan abasto para este espeluznante fenómeno. Si te asignaron para esto, es porque sos el mejor. ¿Qué opinás? — Mi cuerpo experimentó una extraña sensación entre temor y fascinación. ¿Qué teníamos ante nuestros ojos? Mi cuerpo no reaccionaba, estaba totalmente mudo y mi mente se tornaba borrosa y llena de dudas. — ¡Carajo! — murmuré. Miré aquel engendro repleto de agujeros de bala, — ¿cuántos disparos precisaron para matarlo? — cuestioné impresionado.
— No sé, preguntá por los dos oficiales que estuvieron ahí, pero se te va a hacer un poco difícil. — Dijo dubitativo.
— ¿Por qué?
— Por que están con el psiquiatra.
Esa respuesta fue suficiente para salir lo más rápido de ahí; me fui hasta el auto que lo tenía estacionado llevándome la carpeta con las fotos. Mis ojos no podían creer al ver los rasgos de aquellas criaturas que alguna vez fueron humanas. ¿Virus? Me pregunté; quizás era algo mucho más que una enfermedad, un contagio.
No podía ser que algo así transformara a una persona de tal manera. Era algo parecido al síndrome del hombre elefante. De aquellos parásitos acuáticos que se filtraban por la piel, mientras uno estaba bañándose en algún río. Recorren el torrente sanguíneo y se alimentan de los glóbulos rojos, obstruyendo las venas provocando esa deformidad extraña.
Pero no convierte al sujeto en un caníbal, no permite que obtenga cualidades especiales como separar los huesos de la quijada al igual que las serpientes para tragarse un perro chihuahua. El color de sus ojos era algo especial, tenían un vacío negro. Negro azabache. Las manos eran huesudas y largas al igual que sus piernas, sus rostros invadidos de sobrehuesos. La piel pálida y verrugosa, me hacía recordar a los batracios Encendí el motor, tenía pensado ir primero a mi departamento.
De ahí llamar a mi compañero Juan, quien estaba investigando un caso conmigo pero después de este acontecimiento, seguramente lo dejaríamos para más tarde. Pisé el acelerador pero llegando casi a una esquina, me pareció atropellar algo… o alguien. Me sobresalté y automáticamente bajé del auto, para saber que fue lo que había arrollado.
Una persona panzona de unos cuarenta y tantos de años, yacía en el suelo entre quejidos. — ¡Señor, perdón! ¿Lo lastimé mucho? Le pido una ambulancia… — dije nervioso; me acerqué para auxiliarlo. — Señor, fue mi culpa. Me hago cargo no se haga problema. No se mueva mucho… — seguí hablando. No sé si se trataba de la misma cosa que había visto allá en la morgue de la policía, pero intenté darlo vuelta y su cara me dejó helado. Sus ojos… sus facciones. Chilló y retrocedí bruscamente; realmente me asusté. No estaba convertido del todo, pero pensé que atraparlo vivo quizás sería de muchísima importancia, por lo tanto no quise dispararle.
Comenzó a correr y lo seguí; no recuerdo cuantas cuadras. En un momento hice que me perdiese de vista para que pudiese estar seguro de que no lo seguía, así podría encontrar su escondrijo. Tambaleó sobre una esquina oscura arrojando unos cestos de basura y sin entender, vi como comenzaba a trepar por la pared de un departamento. Conté las ventanas. Se metió en la cuarta.
— Cuarto piso… — murmuré agitado y corrí hacia el edicto. — Cuarto piso… — seguí. Le mostré la placa al encargado y pasé como un rayo al ascensor. Luego recordé lo que había dicho David sobre los otros policías y saqué mi arma reglamentaria. Había cambiado de opinión… lo mataría. Pero después pensándolo bien, también recordé que siempre llevo una escopeta de dos caños cortada, colgando dentro de mi saco largo. Dos cartuchos grandes en la cabeza bastarían, ¿pero si habían más?
El ascensor llegó al cuarto piso, respiré hondo y caminé decidido para internarme a lo desconocido. Recorrí el pasillo, este estaba desierto. Avancé un poco más y una señora salió por una puerta; esta al verme con el arma se asustó, — no se preocupe señora… soy un agente. — advertí. Ella aliviada, soltó el aire contenido. — Mire señor policía, a mi me parece que en el departamento de al lado están pasando cosas muy raras.
Hasta hace un momento estaba haciendo las valijas porque pienso mudarme. El olor que sale de ahí adentro es insoportable. La gente se queja pero ni siquiera el encargado se atreve a entrar. El último que lo hizo no volvió a ser el mismo; quedó loquito o algo así. — Explicó nerviosa, — Además, esos ruidos empezaron hace un par de meses y no me gusta nada… — finalizó. — Despreocúpese señora, ya estaba encaminado en ese asunto. — Le aseguré y cargué la escopeta, — y le pido una cosa más, múdese lo antes posible. — dije y puse la mano sobre la puerta.
Todo parecía demasiado extraño; sentía tumbos. Acerqué mi rostro sobre la madera y pude oler algo putrefacto… después escuhé un quejido. — Los extermino entonces. — Decidí y patee la puerta.
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Una semana después…
— ¡Señor Romero, señor! ¡Acá está, lo encontré! — gritó un joven oficial alumbrando al detective con la linterna. — ¡Ezequiel! Estás vivo hijo de puta… pensamos que estabas muerto. ¡Por Dios, decime que pasó! — le dijo su jefe cubriéndolo con su saco. Ezequiel estaba semidesnudo y presentaba un deterioro importante.
Poseía un cuadro de desnutrición, la barba crecida y sus ojos giraban alrededor con una especie de vértigo desconocido. — La luz… — murmuró. — Quiero la luz por favor. — la acercaron la linterna y este la arrebató desesperado, aferrándola contra su cuerpo. — Protege… protege… — balbuceó. Su jefe lo miró sintiendo pena; le resultaba tan extraño que hablara de esa forma. Había perdido parte de su mente vaya a saber como.
— Madre santa… ¿Qué fue lo que te pasó? ¿Qué te hicieron? — Este se agachó para escucharlo mejor. Algo murmuraba, hasta que se dio cuenta, que lo que emitía eran plegarias. Ezequiel lo miró. — Meses… estuve meses esquivándolos… sobreviví ahí dentro… ma…matando y… es… escondido. Comiendo… — Romero se incorporó, — rápido, llévenselo a un hospital. — Ordenó.
Ezequiel se aferró de su camisa sin previo aviso y con una mueca insana, desbordó sus ojos sobre Romero. La saliva le corría como un manantial de locura y las palabras salieron atragantadas.
— ¡El hueco! ¡Había un hueco en el piso! No es una enfermedad ¿Entiende? Estuve mucho tiempo…
— No Ezequiel, desapareciste una semana. Eso es imposible. — Aclaró Romero.
— Conté los días… UN MES. Mire mi reloj. — Él tenía razón, su almanaque estaba adelantado un mes exacto. — Le dije que no es una enfermedad… ELLOS no son de este mundo. No estuve acá… ¿Entiende? ¡No estuve acá! ¡Ahahahah! ¡AH AJAJAJAJA! — Entonces Romero sintió un escalofrío al ver su rostro, había quedado totalmente demente. Había perdido al mejor de sus agentes, pero al fin de cuentas… el caso estaba resuelto.

Fin.
10/08/08

Gracias. Por Sutter Kaihn

El sonido de las ramas secas, irrumpieron la verde paz del bosque cerrado allí cerca de la ruta nueve. Él no era de incursionar la naturaleza, pero un pedido de auxilio lo obligó a parar, ya que su mujer no se sentía bien y precisaba un teléfono para llamar una ambulancia. Estaba atardeciendo, el crudo invierno castigaba sus manos y rostro, en cada forzoso paso que daba entre la maleza pampeana.
El viento susurraba un delicioso canto entre los árboles, y los pájaros arrullaban sus oídos con sus advertencias. Se sentía un intruso, pero estaba desesperado. No sabía bien que tenía ella; fiebre… dolores en el bajo vientre y delirios. No parecía ser una simple descompensación.
Esto lo obligó a dejar el auto en la banquina para buscar desesperadamente una ayuda. Lo que fuere, cualquier cosa que llegase rápido. Hizo unos cuantos metros más y pudo divisar aquella casa, que interceptó cuando decidió a frenar. Fue lo primero que vio cuando ella le pidió ayuda. — Tiene que haber alguien ahí, — se dijo desesperado y caminó más rápido. Pudo notar cuando se iba acercando, que había postes de madera con cables que seguían hacia la dichosa casa. Pensó en la posibilidad de que tuviesen luz eléctrica, pero lo que más importaba, era si tenían un teléfono.
Miró su reloj pulsera notando que faltaban un par de horas para el anochecer, volvió a mirar aquella casa en medio de la nada y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Era alta, muy vieja quizás. Calculó que se trataba de una infraestructura del año mil novecientos cuarenta, a lo mejor unos cuantos más. Era antigua, eso era todo — Tiene que vivir alguien acá… — se dijo nuevamente. No quería encontrarse con la sorpresa de haber hecho aquella larga caminata en vano. — Tiene que haber alguien, — repitió y avanzó con pasos firmes hacia la casa. No parecía estar completa; estaba muy dañada por fuera. Solo la mitad de ella estaba en pie, el resto era un verdadero desastre. Hubo un detalle que notó al llegar, los postes de madera con cableado parecían estar volteados hacia el lado arruinado de la casa.
— ¡Hola! — Se anunció y batió las palmas pero no hubo respuesta. Su desesperación creció. — ¡Hola! ¡Alguien que me ayude por favor! — insistió. Trató de acercarse un poco más, sentía que la angustia lo carcomía. Tendría que volver hacia el auto y correr como nunca. Se preguntó porque no lo había hecho, de porque decidió parar cuando vio la casa.
— ¡Por Dios! ¡Alguien que me ayude! ¡Tengo a mi mujer muy mal y…! — algo lo interrumpió; creyó ver algo que se asomaba por la ventana más alta. — ¡Hola señora, acá abajo! — advirtió el hombre. La ventana se cerró, los pasos se escucharon secos y autómatas. Sus nervios no lo dejaban en paz, rogó al señor por haberse hecho escuchar, dio gracias por no haber parado el coche en vano.
La puerta resonó tosca y vieja, el rostro de una señora que aparentaba cincuenta y tantos, apareció desde la oscuridad que la rodeaba. — ¿Qué desea usted?, ¿por qué tanto alboroto? — Preguntó con una mirada ausente. — Mire señora, primero antes que nada, quiero disculpar mi atropello. Mi nombre es Cristian Almada y mi mujer… no sé que tiene. Habría de comer algo que le cayó demasiado mal por decirlo así. Parece estar muy grabe y… — La anciana levantó su mano y él quedó estático. — Pase por aquí, quizás el teléfono funcione, — dijo ella y le ofreció entrar.
El interior de la casa dejaba mucho que desear; los muebles estaban muy arruinados y el polvo más las telas arácnidas, cubrían el resto con abundancia. El olor a viejo impregnó sus fosas nasales; esto le trajo vagos recuerdos de cuando fue por última vez al cementerio. — Dígame… ¿Y vive usted sola? — Preguntó amablemente al menos para comenzar una agradable conversación. — No…— respondió a secas, — mi marido salió a cazar, debe estar a punto de llegar. Mis hijos dejaron a mis nietos durmiendo acá en casa, por el fin de semana ¿vio? — Finalizó y caminando hacia lo que parecía ser el living, con sus blancas y esqueléticas manos, le acercó un viejo teléfono negro con marcado a disco. — Tome… — le dijo con una sonrisa dibujada en su rostro.
— Gracias señora… ¿cómo se llama usted?
— Alicia. — Contestó la vieja y le insistió en que marcara el número de emergencias. Él hombre dudó de que el aparato funcionase; lo miró pausadamente, después miró a la mujer. — Ande… haga el llamado, — insistió. Él acercó el audífono a la oreja y milagrosamente escuchó el tono. Realizó la llamada y dejó dicho donde se encontraba el auto, colgó el tubo y devolvió el aparato a la anciana. — Gracias señora Alicia, muchísimas gracias… — dijo aliviado.
— No hay de que joven. — Contestó la mujer desinteresadamente y dejando el teléfono sobre una vieja mesita, se acercó hacia la puerta de la cocina. Cristian caminó hacia la entrada y pasando por la puerta de una habitación, se detuvo para ver el desastre. Era la parte que había visto afuera.
— ¿Qué pasó ahí dentro señora? — Preguntó curioso.
— Un infortunio… — Contestó ella.
— ¿Qué clase de infortunio?
— Un incendio, no sobrevivió nadie. — Detalló Alicia.
— Imagino que a usted le cuesta mucha plata tratar de arreglar lo que queda… Yo podría pasarle el número de un amigo mío que se dedica a… — La mujer lo miró con una especie de tristeza, — ¿Qué fue lo que no entendió cuando dije que no sobrevivió nadie?

Fin
25/7/08