viernes, 15 de agosto de 2008

Gracias. Por Sutter Kaihn

El sonido de las ramas secas, irrumpieron la verde paz del bosque cerrado allí cerca de la ruta nueve. Él no era de incursionar la naturaleza, pero un pedido de auxilio lo obligó a parar, ya que su mujer no se sentía bien y precisaba un teléfono para llamar una ambulancia. Estaba atardeciendo, el crudo invierno castigaba sus manos y rostro, en cada forzoso paso que daba entre la maleza pampeana.
El viento susurraba un delicioso canto entre los árboles, y los pájaros arrullaban sus oídos con sus advertencias. Se sentía un intruso, pero estaba desesperado. No sabía bien que tenía ella; fiebre… dolores en el bajo vientre y delirios. No parecía ser una simple descompensación.
Esto lo obligó a dejar el auto en la banquina para buscar desesperadamente una ayuda. Lo que fuere, cualquier cosa que llegase rápido. Hizo unos cuantos metros más y pudo divisar aquella casa, que interceptó cuando decidió a frenar. Fue lo primero que vio cuando ella le pidió ayuda. — Tiene que haber alguien ahí, — se dijo desesperado y caminó más rápido. Pudo notar cuando se iba acercando, que había postes de madera con cables que seguían hacia la dichosa casa. Pensó en la posibilidad de que tuviesen luz eléctrica, pero lo que más importaba, era si tenían un teléfono.
Miró su reloj pulsera notando que faltaban un par de horas para el anochecer, volvió a mirar aquella casa en medio de la nada y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Era alta, muy vieja quizás. Calculó que se trataba de una infraestructura del año mil novecientos cuarenta, a lo mejor unos cuantos más. Era antigua, eso era todo — Tiene que vivir alguien acá… — se dijo nuevamente. No quería encontrarse con la sorpresa de haber hecho aquella larga caminata en vano. — Tiene que haber alguien, — repitió y avanzó con pasos firmes hacia la casa. No parecía estar completa; estaba muy dañada por fuera. Solo la mitad de ella estaba en pie, el resto era un verdadero desastre. Hubo un detalle que notó al llegar, los postes de madera con cableado parecían estar volteados hacia el lado arruinado de la casa.
— ¡Hola! — Se anunció y batió las palmas pero no hubo respuesta. Su desesperación creció. — ¡Hola! ¡Alguien que me ayude por favor! — insistió. Trató de acercarse un poco más, sentía que la angustia lo carcomía. Tendría que volver hacia el auto y correr como nunca. Se preguntó porque no lo había hecho, de porque decidió parar cuando vio la casa.
— ¡Por Dios! ¡Alguien que me ayude! ¡Tengo a mi mujer muy mal y…! — algo lo interrumpió; creyó ver algo que se asomaba por la ventana más alta. — ¡Hola señora, acá abajo! — advirtió el hombre. La ventana se cerró, los pasos se escucharon secos y autómatas. Sus nervios no lo dejaban en paz, rogó al señor por haberse hecho escuchar, dio gracias por no haber parado el coche en vano.
La puerta resonó tosca y vieja, el rostro de una señora que aparentaba cincuenta y tantos, apareció desde la oscuridad que la rodeaba. — ¿Qué desea usted?, ¿por qué tanto alboroto? — Preguntó con una mirada ausente. — Mire señora, primero antes que nada, quiero disculpar mi atropello. Mi nombre es Cristian Almada y mi mujer… no sé que tiene. Habría de comer algo que le cayó demasiado mal por decirlo así. Parece estar muy grabe y… — La anciana levantó su mano y él quedó estático. — Pase por aquí, quizás el teléfono funcione, — dijo ella y le ofreció entrar.
El interior de la casa dejaba mucho que desear; los muebles estaban muy arruinados y el polvo más las telas arácnidas, cubrían el resto con abundancia. El olor a viejo impregnó sus fosas nasales; esto le trajo vagos recuerdos de cuando fue por última vez al cementerio. — Dígame… ¿Y vive usted sola? — Preguntó amablemente al menos para comenzar una agradable conversación. — No…— respondió a secas, — mi marido salió a cazar, debe estar a punto de llegar. Mis hijos dejaron a mis nietos durmiendo acá en casa, por el fin de semana ¿vio? — Finalizó y caminando hacia lo que parecía ser el living, con sus blancas y esqueléticas manos, le acercó un viejo teléfono negro con marcado a disco. — Tome… — le dijo con una sonrisa dibujada en su rostro.
— Gracias señora… ¿cómo se llama usted?
— Alicia. — Contestó la vieja y le insistió en que marcara el número de emergencias. Él hombre dudó de que el aparato funcionase; lo miró pausadamente, después miró a la mujer. — Ande… haga el llamado, — insistió. Él acercó el audífono a la oreja y milagrosamente escuchó el tono. Realizó la llamada y dejó dicho donde se encontraba el auto, colgó el tubo y devolvió el aparato a la anciana. — Gracias señora Alicia, muchísimas gracias… — dijo aliviado.
— No hay de que joven. — Contestó la mujer desinteresadamente y dejando el teléfono sobre una vieja mesita, se acercó hacia la puerta de la cocina. Cristian caminó hacia la entrada y pasando por la puerta de una habitación, se detuvo para ver el desastre. Era la parte que había visto afuera.
— ¿Qué pasó ahí dentro señora? — Preguntó curioso.
— Un infortunio… — Contestó ella.
— ¿Qué clase de infortunio?
— Un incendio, no sobrevivió nadie. — Detalló Alicia.
— Imagino que a usted le cuesta mucha plata tratar de arreglar lo que queda… Yo podría pasarle el número de un amigo mío que se dedica a… — La mujer lo miró con una especie de tristeza, — ¿Qué fue lo que no entendió cuando dije que no sobrevivió nadie?

Fin
25/7/08

2 comentarios:

Anónimo dijo...

fuck... por fin tengo un blogg

Nico "Irenfréä" dijo...

Ñaaaa buenisimo che :P